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Enfrentando desafíos

En esta vorágine simbólica, la política se desvanece como un eco lejano. Un país ensimismado en la velocidad de su propio vértigo, donde los rayones de la realidad son apenas percibidos. Enchufado a 220 y acelerando a 300 km/h, este Gobierno parece desafiar las leyes de la física política, ignorando límites y desestimando limitaciones.

Este peculiar enfoque, que se erige en la fragilidad objetiva del Gobierno, se sostiene en la legitimidad otorgada por el voto popular. No obstante, resulta desconcertante observar cómo, paradójicamente, desatiende a los gobernadores y legisladores, como si su elección careciera de peso frente al ímpetu simbólico que proclama.

Es evidente que este estilo profundamente heterodoxo, que da prioridad a la construcción simbólica sobre la política, será sometido a una prueba de eficacia en un futuro cercano. La valentía para romper con lo establecido se nutre del respaldo electoral reciente, un respaldo que, paradójicamente, podría volverse volátil bajo la presión de la ortodoxia: un ajuste con recesión e inflación, factores que amenazan con desequilibrar el frágil equilibrio del poder construido sobre la base de la novedad y la audacia.

En medio de este frenesí, surge la posibilidad de que el éxito se convierta en una trampa. La resistencia al cambio es una característica arraigada en muchos líderes políticos, quienes tienden a aferrarse a fórmulas que les han garantizado victorias previas. La premisa de "así llegué y no voy a cambiar" se manifiesta de diversas maneras, y en el caso de Milei, su ascenso meteórico puede estar contribuyendo a esta inmovilidad.

Milei, catapultado por un éxito que llegó de manera vertiginosa, parece aferrarse a la lógica que lo llevó hasta aquí, una lógica que se traduce en una comunicación audaz y una construcción política sin miramientos. Desde amenazar a gobernadores en programas de televisión hasta intentar coaccionar a legisladores, su enfoque parece seguir inmutable, incluso cuando las circunstancias exigen adaptación.

La escenografía de un cambio radical es impactante. Anuncios económicos seguidos por protocolos antipiquetes, un DNU que redefine el país para "los argentinos de bien" y un paquete de leyes enviado inmediatamente después, todo orquestado en un día. La desjerarquización de los temas y la multiplicidad de áreas pueden interpretarse como un autoboicot que, en realidad, podría estar preparando el terreno para la futura victimización. En este torbellino, la figura de Milei mantiene niveles de aprobación postelectorales, pero algunos indicadores ya señalan dudas sobre ciertas medidas.

Es innegable que el presidente Milei sigue disfrutando del respaldo social obtenido tras las elecciones, pero está gastando ese capital político sin construir nuevos consensos que le proporcionen una base más sólida para enfrentar las adversidades venideras. A medida que sus atributos de cambio y disrupción crecen, surge la pregunta crucial: ¿es más importante ser el cambio, o generar un cambio? En medio de sus provocaciones a diversos actores sociales y políticos, se plantea la incógnita sobre la verdadera naturaleza de su liderazgo y su capacidad para construir una transformación sostenible.

En este laberinto político, la construcción de la imagen personal del Presidente parece avanzar en una dirección opuesta a la construcción política. En medio de este menú abrumador, se despliega una agenda pública que redefine los actores de poder y la conversación nacional. Paradójicamente, la percepción de que el déficit es más perjudicial que cobrar en pesos encuentra consenso, incluso cuando llevar las cosas al extremo no siempre resulta negativo.

El cambio de ropaje en la dirigencia política resulta fascinante. Algunos, desconcertados por el vaivén de la oposición a la oficialidad, aún no logran comprender el giro de los acontecimientos. La dualidad argentina se manifiesta en el antiperonismo justificando un DNU de Milei que, carente de certeza técnica, propone reorganizar el caos en una suerte de autoritarismo "bueno". No es la República de Platón, sino la República de Sturzenegguer. En el otro extremo, dirigentes que hasta hace poco estaban en el gobierno se horrorizan ante la brutalidad política, mientras los partidarios del "ahora vamos por todo" piden mesura, recurriendo al antiguo argumento de "no era campaña del miedo". Una calesita argentina que todos hemos experimentado chocar en algún momento.

El sistema político argentino se encuentra en una encrucijada, sin legitimidad para expresar ni siquiera las críticas más genuinas. El Gobierno abusa de un estado del arte político desolador, sumiendo al sistema en una deslegitimación absoluta y generando una culpabilidad tan paralizante que impide coordinar cualquier reacción política. El término "casta" se erige como un poderoso instrumento para inocular críticas o reacciones, siendo un dardo paralizador capaz de silenciar incluso a aquellos que preferirían expresar sus preocupaciones. La vergüenza, en este contexto, se revela como algo subjetivo y complejo.

Sobre tierra arrasada, efectivamente, La Libertad Avanza. La incertidumbre radica en hasta dónde llegará, porque el cómo ya está ante nuestros ojos.

Dentro de lo que aparenta ser un aislamiento premeditado, la comunicación informal del Gobierno ha establecido un distintivo para los no adherentes: #NoLaVen. Entre el 22 y el 25 de diciembre, 122 mil usuarios en redes sociales utilizaron esta expresión para contrarrestar las críticas a la nueva administración, incluyendo al propio Presidente. Aunque este número puede parecer pequeño en comparación con los 36 millones de usuarios de redes sociales en Argentina, la relevancia política de la conversación demuestra el poder significativo de la comunidad libertaria en el ámbito digital.

Más allá del éxito del hashtag y su habilidad para imponerse en la conversación pública, la frase se convierte en una declaración de identidad. La profundidad del análisis de la conversación en torno al #NoLaVen es limitada. No busca expresar principios, verdades o ideas; no explica ni propone. Se trata de una afirmación identitaria que posee tanta fuerza como niveles de agresión sumergidos en ella.

La negación del otro es tan radical que ni siquiera está dirigida a quienes son los destinatarios reales del concepto. No es "no la ves", sino "no la ven". Es un diálogo entre aquellos que están del mismo lado, un bullying masivo. Además, la negación es tan absoluta que no requiere explicación. No se busca persuadir ni argumentar; simplemente, no la ve, y eso basta con una etiqueta. No está con nosotros, pero tampoco nos importa, porque no la ve. Una segmentación extrema. Al enemigo, ni se le dirige la palabra.

Para algunos que rechazan la política, surge la necesidad de recordarles que es la actividad que eligieron para cambiar las cosas. En el apogeo del éxito, es crucial recordar, como menciona Daniel Innerarity, que la política es propensa al fracaso. Administrar la interminable lista de demandas en contextos de enorme presión social, mediática y política requiere habilidades mayores que las necesarias para ganar una elección.

La estrategia parece ser "a todo con los que la ven", un cuadrante arriesgado. En los próximos meses, la Argentina debatirá el todo, que podría resultar ser nada. En ese momento, el factor determinante de esta aventura será cuántos siguen viéndola y cuántos han dejado de hacerlo. La perspectiva de la audiencia podría ser clave para el destino de esta travesía política.

El debate sobre los fondos públicos revela una imperante necesidad de que el país emprenda una discusión profunda sobre el meollo del asunto: una nueva normativa para la distribución federal de los recursos. Este es un deber que hemos eludido durante casi 25 años. La Constitución de 1994 instó a acordar y aprobar, antes de fines de 1996, una nueva ley que estableciera "criterios objetivos de reparto", con el objetivo de que la distribución de recursos fuera "equitativa, solidaria y diera prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional". Sin embargo, es también una necesidad política apremiante para que estas reglas objetivas contribuyan a organizar la forma en que interactúan políticamente las distintas jurisdicciones y sus líderes, actualmente condicionada por la gestión discrecional de los recursos.

No es redundante subrayar algunos de los números que evidencian las persistentes y crecientes asimetrías en las últimas décadas: el PBI per cápita de la Ciudad de Buenos Aires es ocho veces mayor que el de la provincia con menor ingreso, Formosa; y cinco veces y media más elevado que el de mi provincia, Salta. Estas disparidades se reflejan en una diversidad de indicadores vinculados directamente al bienestar de la población y a la capacidad de generar desarrollo económico. En Argentina, por ejemplo, cinco provincias (Ciudad y Provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Mendoza), que representan una quinta parte del territorio, concentran más del 80% de los depósitos privados y el 75% de las empresas privadas formales.

El aumento de la coparticipación del 1,4% al 3,7% para la Ciudad de Buenos Aires decretado por el gobierno anterior resultó claramente injustificado. La transferencia de una división de la Policía Federal asignada a la Capital Federal no justificaba semejante incremento de recursos para un distrito que tiene la menor dependencia de recursos coparticipables en su presupuesto. En cambio, la mayoría de las provincias en la década de los '90 tuvieron que hacerse cargo de la educación y la salud sin recibir recursos adicionales. Aunque el consenso fiscal de 2017 redujo ligeramente ese porcentaje al 3,5%, no abordó de manera significativa el núcleo del problema.

Aunque la decisión del gobierno nacional apunta en la dirección correcta para corregir esa inequidad, es solo un pequeño paso en un vasto territorio de desigualdades que un nuevo convenio de coparticipación debe abordar de manera integral. Si el punto porcentual que ahora se retira de la coparticipación de la Ciudad de Buenos Aires se destina a financiar la policía de la provincia de Buenos Aires, ¿no podrían tener la misma aspiración otros distritos? ¿Por qué no podrían esos recursos financiar la policía de Salta o de cualquier otra provincia?

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