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Si querés llorar, llorá

En el Concejo Deliberante de San Salvador de Jujuy se vivió una escena digna de melodrama: lágrimas contenidas, discursos solemnes y despedidas grandilocuentes para Lisandro Aguiar, quien lejos de retirarse de la vida pública, simplemente pasó a un despacho más alto en el Tribunal Superior de Justicia. Una teatralidad que contrasta con la falta de iguales emociones cuando se trata de los problemas cotidianos de los vecinos de la capital jujeña.

Es un análisis certero y lapidario sobre la desconexión que, lamentablemente, percibimos entre la clase política y la realidad cotidiana de sus representados. Lo ocurrido con la despedida del Dr. Lisandro Aguiar no es solo una anécdota, sino un síntoma revelador de un fenómeno sociopolítico y psicológico profundo.

El llanto público de los concejales por la partida de Aguiar a la Corte Suprema de Jujuy, un cargo de innegable prestigio y estabilidad vitalicia, merece un análisis crítico en términos éticos, morales y psicológicos. Éticamente, este despliegue de emoción resulta, cuanto menos, cuestionable. El mandato ético fundamental de un concejal es la representación y el servicio al bien común. cuando se prioriza el afecto personal o la lealtad de grupo por encima de las genuinas y urgentes tragedias—falta de luz, agua, calles destrozadas, inseguridad y el cierre de comercios— se produce una distorsión en la brújula moral de la función pública. El llanto por un ascenso personal, en contraste con la sequedad emocional ante la miseria estructural de los barrios, sugiere una inversión de valores donde el bienestar del círculo interno pesa más que el sufrimiento de miles de vecinos.

Moralmente, lo que se ve es la cristalización del microclima político. La moralidad cívica exige empatía con el sufrimiento ajeno, especialmente cuando la propia inacción o las decisiones tomadas desde el concejo deliberante (como la convalidación de la presión impositiva) contribuyen a ese sufrimiento. Llorar por la promoción de un colega es un acto de solidaridad de casta, una demostración de que los lazos que realmente importan son los que se forjan dentro de las paredes del poder. Este comportamiento revela una moral de grupo que se desentiende de la moralidad pública. La moralidad se vuelve selectiva: profunda sensibilidad para el statu quo interno, y una insensibilidad aprendida o negligente para la realidad externa.

Desde una perspectiva psicológica, el fenómeno se explica por la identidad de grupo. Para estos concejales, Aguiar no es solo un colega, sino un símbolo de su éxito, su alianza política y su estabilidad interna. Su partida rompe un equilibrio conocido y representa una pérdida en el ecosistema del poder local, lo que dispara una reacción emocional auténtica... pero enfocada en sí mismos. El llanto es una respuesta a la pérdida de la familiaridad y la seguridad del "clan", no una manifestación de luto ante la injusticia social. En contraste, las condiciones de vida paupérrimas de los vecinos son percibidas como un problema abstracto, lejano o, peor aún, como "naturalizado" después de casi dos décadas de gestión. La disociación psicológica es total: el rostro sufriente del vecino es un dato estadístico.

No lloran por lo que se va, lloran por la turbulencia emocional y el reacomodo de fuerzas que la partida implica para ellos.

Lo de ayer en San Salvador de Jujuy fue una exhibición de privatización de la emoción pública. Se llora por lo personal y lo político interno (la comodidad, la amistad, el poder del grupo), mientras que se mantiene un rostro de frialdad y pragmatismo ante el colapso de los servicios esenciales que definen la dignidad de vida de los ciudadanos. Es la prueba fehaciente de que el problema no es solo de gestión, sino de corrupción moral y ética, donde la empatía ha sido secuestrada por el microclima del poder.

Con una dirigencia que exhibe la conducta de casta donde el llanto se reserva para los ascensos internos y la insensibilidad se vuelve la norma ante la miseria popular, el futuro que le espera a la sociedad es un camino directo y sin desvíos hacia la cristalización de la decadencia. Estamos hablando de la consolidación de una estructura que no solo es ineficiente en la gestión, sino que es moralmente tóxica.

Lo que le espera a San Salvador de Jujuy, y a cualquier ciudad con un fenómeno similar, es la profundización de la desigualdad bajo la excusa de la gobernabilidad. si el concejo deliberante prioriza el lobby interno y el cuidado de sus carreras políticas por encima del reclamo por la luz, el agua o la seguridad, la brecha entre el centro de poder y los barrios periféricos no hará más que ensancharse hasta convertirse en un abismo social inalcanzable.

La conducta de casta garantiza la impunidad de la incompetencia. Si las lealtades emocionales y políticas son más fuertes que la exigencia de resultados, nadie será señalado ni castigado por las calles destrozadas, la falta de transporte o el cierre de negocios. Se genera una espiral de mediocridad donde el acceso al poder no se gana por mérito o servicio al ciudadano, sino por adhesión al grupo y por saber derramar la lágrima justa en el momento oportuno. La política deja de ser la herramienta para la transformación social y se convierte en un simple mecanismo de ascenso personal blindado contra la crítica.

Para el ciudadano, esto se traduce en una pérdida total de fe en la democracia representativa.

La sociedad queda atrapada en un ciclo vicioso de desilusión, donde el único progreso visible es el de la dirigencia, mientras la vida de la gente común sigue estancada en el yuyo, el pozo y la oscuridad.

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