Por otro, cuando hablamos de mala praxis en la administración pública —desde el nivel provincial hasta el municipal— los costos se traducen en gastos del erario, obras mal hechas o gestión deficiente; costos que, en última instancia, paga la gente común, no los responsables. Lo más significativo es que, en muchos sistemas, esa mala praxis no viene acompañada de sanciones eficaces, rápidas o proporcionales para el responsable directo. Esta disparidad no es casualidad: es una señal de cómo funcionan, o no, los mecanismos de rendición de cuentas en la esfera pública.
Para los ciudadanos hay sanciones con multas, para la política no
Ustedes deben saber de qué existen tensiones que muchos reconocen en la vida cívica: Por un lado, un ciudadano que comete una falta sabe que la ley llega rápido ya que le vuelcan toda la estructura del Estado mediante los polémicos tribunales contravencionales, con multas claras y, a veces, proporcionales a la infracción.
Para entender el cuadro, conviene desglosarlo en tres puntos: primero, la normativa ciudadana. Existe un conjunto de normas contravencionales que establecen sanciones económicas inmediatas para conductas que afectan la convivencia. Las multas cumplen una función educativa y disuasoria: buscan que el vecino cumpla reglas básicas. En teoría, esa estructura está diseñada para que nadie esté por encima de la ley, tampoco el individuo humilde frente al aparato del estado. Pero esa misma lógica de sanción rápida para el ciudadano contrasta con lo que ocurre en la administración pública cuando falla la gestión.
La segunda capa es el costo de la mala praxis en la función pública. Cuando hay errores, negligencias o una gestión deficiente, el resultado no suele ser una multa directa para quien falló. En cambio, el costo aparece como pagos del Estado. En muchos casos, esos gastos se financian con recursos públicos que, finalmente, provienen de los bolsillos de todos los contribuyentes. A diferencia de la multa que sí llega al que comete la falta, el daño de la mala praxis se reparte entre la sociedad.
La tercera capa es la protección institucional y los tiempos de rendición de cuentas. Aquí intervienen mecanismos como fueros, garantías laborales y procesos que pueden dilatar o dificultar la responsabilidad rápida de funcionarios. En la práctica, pueden convertirse en excusas para demorar sanciones o para evitar que la responsabilidad recaiga directamente sobre el responsable. Ocurre entonces que la comparación entre una multa inmediata para un ciudadano y la lentitud o ausencia de sanción equivalente para un funcionario genera una sensación de injusticia y de impunidad.
Si miramos los impactos, la lectura es clara. En lo social, hay desconfianza: cuando la población percibe que la ley no se aplica de manera igual para todos, se erosiona la legitimidad de las instituciones. El costo social de la mala praxis, además, no se reparte con justicia: millones que debían estar destinados a servicios públicos terminan comprometidos por fallas en la gestión, y esos fondos, en lugar de fortalecer políticas y obras, terminan pagando ineficiencias. En lo institucional, se agudiza la brecha entre castigo y reparación: sin mecanismos eficientes para sancionar y resarcir, la rendición de cuentas tiende a quedarse corta y la cultura de la responsabilidad se debilita.
Aquí llegan las preguntas de fondo: ¿por qué la mala praxis en la política no conlleva sanciones equiparables a las multas individuales?
Es imperioso revisar y recalibrar las sanciones para la mala praxis en la función pública. No se trata de castigar por castigar, sino de establecer sanciones administrativas proporcionales a la gravedad de la falta, con plazos claros y garantías de debido proceso. Cuando la gestión provoca daño tangible, podría haber mecanismos de resarcimiento que reduzcan la carga sobre el erario y obliguen a asumir responsabilidad, en su caso, ante las áreas o personas involucradas.
Segundo, fortalecer la responsabilidad patrimonial del estado. Es decir, diseñar rutas por las cuales, cuando queda probado que una mala praxis cause daños, el responsable o el equipo responsable pueda aportar recursos para cubrir esos daños, evitando que la factura recaiga de manera indiscriminada en la sociedad.
Esto no busca criminalizar a funcionarios por cualquier error, sino exigir con salvaguardas de debida diligencia y revisión independiente.
Mejorar las condiciones de contratación pública y las garantías de las obras. Establecer cláusulas de penalidad por incumplimientos, exigir seguros y un monitoreo más riguroso durante la ejecución de proyectos. La responsabilidad no debe quedarse solo en la teoría de la norma: debe haber consecuencias claras para quien incumple y mecanismos de reparación eficientes cuando la ejecución falla.
Las personas deben entender que cada peso público mal gastado no es una guerra entre ciudadanos y políticos, sino una falla del sistema que, si no se corrige, socava la legitimidad de la democracia y empobrece a la gente.
La justicia no es una idea abstracta; es una práctica diaria, visible y tangible. si queremos que la convivencia sea justa, debemos exigir que las reglas para quienes gobiernan se apliquen con la misma claridad y prontitud que las reglas para quien gobierna solo como ciudadano. Eso exige voluntad política, diagnóstico serio y una agenda de reformas que se pueda sostener con presupuesto y voluntad de rendición de cuentas.