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Reformas urgentes para la democracia de partidos

Sin partidos, no hay democracia. Sin embargo, la democracia de partidos enfrenta desafíos cada vez más profundos en sus niveles esenciales. Los partidos políticos están fallando en su capacidad programática y de gestión, así como en su función de representar a la ciudadanía y sostener la legitimidad del sistema.

Sin partidos, no hay democracia. Sin embargo, la democracia de partidos enfrenta desafíos cada vez más profundos en sus niveles esenciales. Los partidos políticos están fallando en su capacidad programática y de gestión, así como en su función de representar a la ciudadanía y sostener la legitimidad del sistema.

En el siglo XXI, los partidos políticos se enfrentan a incentivos perversos que los llevan a buscar el poder a expensas de atacar a sus adversarios, convirtiéndolos en enemigos. Durante las campañas electorales, la política se aborda como si fuera un campo de batalla donde la supervivencia de la nación o de los valores democráticos estuviera en constante peligro. Una vez en el gobierno, las fuerzas opositoras tienen pocos incentivos para colaborar o respaldar la gestión, y muchos más para erosionarla y preparar el terreno para su propio acceso al poder.

Esta dinámica de confrontación constante genera un intercambio agresivo que divide al electorado en diferentes grupos: los alineados, quienes se sitúan en uno u otro lado de la brecha política; los ausentes, abstencionistas o desencantados que consideran que la política no tiene valor para transformar la realidad; y los apocalípticos exaltados, quienes empiezan a abrazar salidas autoritarias o antipolíticas como respuesta a la creciente crispación.

En este contexto, es necesario replantear el funcionamiento de los partidos políticos y su relación con la ciudadanía. La democracia necesita partidos que sean capaces de ofrecer soluciones reales a los problemas de la sociedad, que promuevan un diálogo constructivo y que trabajen por el bien común más allá de sus intereses partidistas.

La reforma de los sistemas electorales, la promoción de la participación ciudadana y la búsqueda de consensos entre diferentes fuerzas políticas son pasos fundamentales para revitalizar la democracia de partidos en el siglo XXI. Si no se abordan estos desafíos de manera urgente, corremos el riesgo de debilitar aún más el sistema democrático y abrir la puerta a alternativas autoritarias o antidemocráticas.

En teoría y práctica, la democracia funciona mejor cuando los canales que conectan la representación y la participación ciudadana están bien establecidos, fortaleciendo la cohesión de la comunidad política y mejorando las respuestas a las demandas de la ciudadanía. Es esencial entender que el conflicto no puede ni debe eliminarse, sino que debe canalizarse democráticamente. Aunque el contrato social sea un mito fundacional, la adhesión a la comunidad política se basa en una percepción mínima de beneficio y justicia.

Sin embargo, el declive en la función de los partidos políticos está erosionando su capacidad para legitimar el sistema, así como para elaborar e implementar políticas públicas adecuadas. Cuando las instituciones son percibidas como injustas, pierden efectividad en la consecución de sus objetivos.

La representación juega un papel central en sociedades complejas como las contemporáneas, permitiendo el procesamiento de las demandas ciudadanas y la oferta de soluciones. El problema radica en que estos procesos no funcionan como deberían. Los partidos políticos suelen priorizar uno de sus objetivos fundamentales: obtener el poder, desplazando otros objetivos como la elaboración, sostenimiento, defensa e implementación de programas basados en el liderazgo y en el arraigo en la sociedad. Este problema no se trata simplemente de una lucha entre buenos y malos, sino que se origina en los incentivos mismos del sistema.

Es necesario replantear los incentivos que guían el funcionamiento de los partidos políticos y las instituciones democráticas. La prioridad debe ser reorientar estos incentivos hacia la promoción del bien común y el fortalecimiento de la democracia. La implementación de reformas que fomenten una mayor participación ciudadana y una representación más genuina son esenciales para revitalizar el sistema democrático y asegurar su sostenibilidad en el tiempo.

El sistema político y las dinámicas comunicacionales contemporáneas han creado incentivos perversos que amenazan la salud de la democracia. Sin embargo, podemos hacer algo más que lamentar el crecimiento del populismo, la creciente abstención, las desigualdades en aumento y las frustraciones ciudadanas.

Proponemos centrarnos en un elemento que, si bien no resuelve todos los problemas, puede desbloquear el estancamiento del sistema político: la introducción de mecanismos de democracia directa en manos de la ciudadanía, con capacidad efectiva de incidencia. Estos mecanismos podrían acortar las distancias entre representantes y representados, promover la rendición de cuentas y fomentar el debate de ideas.

Esta propuesta no es ingenua ni mucho menos suicida. Así como en Chile, el plebiscito constitucional abrió canales institucionales para buscar nuevas respuestas en una situación excepcional, los referendos activados por ley o por recolección de firmas podrían cambiar radicalmente el marco del debate y los incentivos que movilizan o desmovilizan a los diferentes actores en situaciones de normalidad.

No estamos abogando por una situación de participación permanente, sino por la incorporación al sistema de un actor con poder de veto. La mera posibilidad de este actor, cuando puede hacerse efectiva, cambia las reglas del juego, acerca preferencias y obliga al diálogo.

La democracia no puede existir sin un respaldo explícito de la ciudadanía. Si bien la participación en elecciones ha sido el mecanismo principal para expresar este respaldo, existen otros procedimientos que podrían contribuir significativamente, aunque han quedado relegados a un segundo plano.

El formato actual de representación política, donde una autoridad electa tiene la discrecionalidad para tomar decisiones en nombre del conjunto de votantes, no solo de quienes la eligieron, establece amplios márgenes de discrecionalidad que contribuyen a distanciar a los representantes de los representados. Las campañas políticas, convertidas en una carrera de promesas evidentemente incumplibles, también contribuyen al descrédito de la democracia representativa

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