Primero, la ética pública se fundamenta en la primacía del interés general por encima de intereses particulares. No se trata de que una oficina o una administración hagan lo que les parece correcto, sino de que se sometan a principios establecidos como transparencia y responsabilidad. Afirmaciones como la de la titular de la Oficina Anticorrupción apenas asumió en su cargo que dijo que “su gestión estaba supeditada a directivas del entonces gobernador Morales”. Este acto fallido, terminó socavando la confianza básica en el servicio público de la Oficina Anticorrupción. Los cargos de autoridad están al servicio de la ciudadanía y no de intereses políticos o personales.
Convenio por ética pública en dos reparticiones que no la practican
La ética pública nos exige distinguir entre lo que son declaraciones de principios y lo que, efectivamente, se materializa en la práctica. Cuando instituciones como la Oficina Anticorrupción y la Municipalidad de Jujuy hablan de transparencia y ética, a través de la firma de un convenio, la ciudadanía tiene derecho a exigir evidencia concreta: riesgos y conflictos de interés gestionados, procesos de control independientes y rendición de cuentas claras y periódicas. En este marco, la credibilidad de las instituciones no se negocia con palabras vacías, sino con resultados verificables y con procedimientos abiertos que permitan a la sociedad observar, cuestionar y evaluar.
La rendición de cuentas es un pilar central. En una democracia, la ciudadanía tiene derecho a saber qué decisiones se toman, con qué criterios, qué resultados se obtienen y cuánto cuestan. La transparencia no es un acto aislado, sino un conjunto de prácticas: publicaciones periódicas de informes, acceso a la información, auditorías independientes y mecanismos claros para denunciar irregularidades sin temor a represalias. Cuando estas prácticas fallan, se erosiona la legitimidad de la institución y se promueve la desconfianza generalizada.
La prevención de conflictos de interés es clave para la ética pública. En contextos donde conviven instituciones de control y actores políticos, la línea entre lo público y lo privado tiende a licuarse si no existen salvaguardas explícitas. Los contratos, convenios y alianzas deben estar sometidos a criterios de transparencia, con publicación de cláusulas, beneficiarios y criterios de evaluación. La firma de acuerdos entre la oficina anticorrupción y la autoridad municipal debe estar acompañada de mecanismos de supervisión y de participación ciudadana para evitar que la negociación de intereses contenga sesgos que favorezcan a un grupo reducido.
La integridad institucional exige independencia operativa. La oficina anticorrupción que se percibe como dependiente de una figura política pierde legitimidad para investigar a esa misma esfera o a sugerir cualquier actividad vinculada a la ética publica porque no es creíble. La independencia no significa apatía ante el poder, sino la capacidad de actuar con objetividad, basándose en pruebas y en marcos normativos. Sin independencia operativa y sin protocolos claros de actuación ante posibles conflictos de interés, las investigaciones quedan expuestas a interpretaciones partidarias y a la desconfianza pública.
El acceso a la información y la cultura de la rendición de cuentas deben formar parte de la identidad institucional. La ciudadanía no solo exige resultados: exige saber cómo se evalúan esos resultados, qué indicadores se usan, cuales son las metas proyectadas y cómo se corrigen las desviaciones. La ética pública se refleja en la humildad de reconocer errores, en la voluntad de corregir cursos cuando las políticas no funcionan y en la transparencia de las decisiones que afectan a la vida cotidiana de la gente.
La participación ciudadana es una dimensión crucial. La ética pública no se agota en el contrato entre gobernantes y funcionarios; se completa con una sociedad involucren el diseño, la supervisión y la evaluación de las políticas. Cuando la ciudadanía puede ver, cuestionar y proponer mejoras, se fortalece la legitimidad de las instituciones y se reduce la sensación de hipocresía que, lamentablemente, llego para instalarse en la política de Jujuy.
En resumen, la verdadera ética pública no consiste en proclamar valores sin sustento, sino en construir prácticas transparentes y verificables que permitan a la sociedad observar, entender y evaluar cada paso de la gestión pública. Si la opinión pública percibe que no hay resultados tangibles, que las cuentas no se rinden y que las decisiones se toman sin criterios claros, esa discrepancia entre discurso y acción erosiona la confianza ciudadana y debilita el impacto legítimo de cualquier combate a la corrupción. Por eso, la crítica que se plantea en Jujuy —y en muchas otras jurisdicciones— no es solo política: es un llamado a restablecer la ética pública como condición para recuperar credibilidad, legitimidad y efectividad en la gestión que financia la gente con sus impuestos.
La transparencia y la ética pública no son adornos: son los cimientos para que la democracia pueda funcionar. Cuando las instituciones clave ignoran estas condiciones, el efecto sobre la democracia es directo y devastador. Se genera desconfianza generalizada: la gente ve que no hay rendición de cuentas, que las decisiones se toman a puertas cerradas y que las reglas no se aplican de forma uniforme. Sin confianza, la legitimidad de las políticas se parte y la ciudadanía se pregunta si acaso el servicio público está al servicio de intereses particulares más que del bien común.
Además, se debilita el estado de derecho: sin normas claras, sin auditorías independientes y sin transparencia en los procesos, aparece la figura del abuso de poder, el clientelismo y la discrecionalidad sin límites. Esto eleva el costo de gobernar para todos, con contratos inflados, desvíos de recursos y peores servicios para la gente. En ese ambiente, la participación ciudadana se desincentiva: si denunciar o exigir rendición de cuentas parece inútil, la democracia pierde su verdadera naturaleza, que es la vigilancia, la conversación abierta y la mejora colectiva.
La cultura de la impunidad se va instalando cuando la oscuridad se normaliza. Con el tiempo, las normas sociales y expectativas de conducta ética en el servicio público se erosionan, y las políticas, por valiosas que sean, encuentran resistencia y cuestionamientos constantes que reducen su efectividad. Todo ello abre la puerta a la captura institucional y a un desequilibrio entre poderes, ya que la vigilancia y el contrapeso se debilitan sin información abierta y mecanismos de control operativos.
Frente a este panorama, la salida es exigir rendición de cuentas, publicación de datos, independencia real de auditorías, y la generación de espacios de participación ciudadana auténtica. Debemos promover reglas claras de conflicto de interés, publicación de contratos y convenios, y un marco de ética pública que permita evaluar resultados con indicadores verificables. En última instancia, la democracia respira cuando la gente ve que las instituciones rinden cuentas y actúan con integridad; sin eso, la confianza se rompe y la convivencia cívica se resiente.
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