Política |

Schiaretti: Sadir y Morales dieron vuelta Jujuy, en realidad pasamos de "guatemala a guatepeor"

El ex gobernador Schiaretti de Córdoba estuvo en Jujuy participando como uno de los líderes de provincias unidas con declaraciones desafortunadas respecto de su visión de lo que es Jujuy. Dijo que Gerardo Morales y Carlos Sadir actual gobernador dieron vuelta a Jujuy.

Podríamos decir con cierta ironía que pasaron los jujeños de "guatemala a guatepeor", recuperaron el estado no para la gente sino para ellos, esto no dice Schiaretti de conocidos vínculos con los Morales. Es raro que un hombre que transformo Córdoba continuando la obra de José Manuel de la sota ex gobernador cordobés fallecido hace 7 años considere la supuesta transformación de Jujuy en donde no funciona nada.

Donde no hay división de poderes dónde venimos de un escándalo de aprietes, persecución y armado causas desde el ministerio público de la acusación en donde la legislatura es una escribanía del gobierno en donde el la auditoria de la provincia es un cartón pintado nada se controla todo es una anomia colectiva en Jujuy. Sin embargo, así es la política y así será el futuro de esta alianza que pretende ser una opción utilizando la mentira como eje de campaña.

No cambia la Argentina si no hay verdad.

Si no se terminan con los delincuentes de guantes blancos, sino se produce el cambio generacional que los jujeños por razones que no se entienden no se animan a impulsar pese a cada día la situación está peor.

El presidente comete errores pero el gobierno en Jujuy comete horrores y pareciera que nadie lo advierte que cosa rara realmente.

Aquí en el tablero de provincias unidas—esa coalición que busca presentarse como la opción sensata—hay una dicotomía que muchos ya detectan: palabras grandilocuentes sobre transformación y, al otro lado, un tablero de hechos que parece no moverse al ritmo de ese discurso.

Empecemos por la figura de los que andan proclamando cambios profundos sin que la realidad de Jujuy haya dejado de mostrar grietas en su estructura.

Por un lado, promesas de modernización, “transición”, y un relato de renovación de la vida pública; por otro lado, una realidad en la que la delimitación entre poderes parece, según la crítica, vaciarse de contenido institucional para convertirse en un escenario de exhibición del poder. ¿Qué vemos en el discurso? un ataque enérgico a lo que llaman la “seña” de la vieja política—corrupción, clientelismo, maniobras en oficinas públicas—y, sin embargo, cuando se mira el funcionamiento cotidiano, las quejas se multiplican: procedimientos que no avanzan, auditorías que se perciben como simples decorados, una Legislatura que algunos describen como una escribanía del ejecutivo, un ministerio público que, para algunos críticos, se percibe como parte del entramado más amplio.

Y aquí entra la crítica de la supuesta “nueva era” frente a hechos que, para muchos jujeños, no justifican esa narrativa optimista.

Si el diagnóstico es que la división de poderes está debilitada, que la transparencia parece más un slogan que una práctica cotidiana, y que la lucha contra la corrupción se percibe como selectiva o tardía, entonces el combustible para la crítica se enciende: ¿qué pasa con la rendición de cuentas? ¿Qué pasa con las promesas de cambio generacional cuando, en la práctica, persisten viejos hábitos de actuación política que, para algunos, se parecen más a una continuidad de estructuras anteriores que a una ruptura?

La ironía, si se quiere, está servida en la forma en que se presentan los diagnósticos de “problemas” en Juju: un diagnóstico que recorta la realidad a una narrativa de saqueo invisible y de “guantes blancos” que no se tocan con la mano de la justicia de forma inmediata. Y frente a eso, la respuesta que muchos señalan por lo bajo pero que no llega es: la urgencia de una regeneración real, una renovación de actores y de prácticas que vaya más allá de consignas y que se traduzca en resultados verificables: presupuesto ejecutado, servicios públicos funcionando con eficiencia, auditorías transparentes, y una institucionalidad que no dependa de la voluntad del momento sino de reglas claras y mecanismos de control efectivo.

Llegados a este punto, la crítica severa no es sólo hacia la figura de un líder o hacia un grupo en particular, sino hacia un marco: ¿qué clase de política queremos cuando el cambio se reduce a una retórica de “nosotros sí” frente a una oposición que, según el relato oficial, “no ve” lo que se está haciendo? si la promesa de renovación no se transforma en una mejora mensurable para la gente común—salud, educación, seguridad, empleo—entonces la legitimidad de esa promesa sufre, y la ciudadanía empieza a mirar con recelo esas afirmaciones que exhiben una brecha cada vez mayor entre discurso y realidad.

En definitiva, hoy el cuestionamiento no es sólo sobre “qué hicieron” sino “qué están dispuestos a hacer realmente para que eso que prometen no quede en un eslogan más”. Y ese es el terreno en el que la política debe rendir cuentas: resultados verificables, procesos transparentes y una cultura de gobernanza que no tema a la crítica, sino que la use para corregir rumbos.

Dejá tu comentario