Entre sus diversas modalidades, según el reporte Global de Naciones Unidas sobre el tema, globalmente priva la explotación sexual con un 59%, siguiendo el trabajo forzado (34%) y otros propósitos (7%) como el tráfico de órganos. Para el 2016, se reportaban 63.251 víctimas en 106 países, siendo el 70% mujeres y niñas. Los países de origen de las víctimas se concentran en el sur global, objetivos históricos de la depredación colonialista.
Las mujeres, adolescentes y niñas son el grupo con mayor índice de vulnerabilidad precisamente porque, en un orden en el que el género es un principio regulador de las relaciones sociales, los cuerpos y sexualidades de las mujeres se hacen depositarios de prácticas disciplinarias, estereotipos y representaciones, así como espacios/límites, estructurados por el sistema patriarcal.
Sin embargo, no solo el género representa un factor que facilita la reproducción de este fenómeno, el racismo refuerza – en términos sexuales- el lugar subordinado de las mujeres inferiorizadas en la jerarquía de las relaciones raciales. El racismo también engloba el dominio sobre el sexo y los cuerpos, así “las mujeres de estas partes del mundo colonizado no sólo fueron racializadas, sino que al mismo tiempo fueron reinventadas como “mujeres” de acuerdo a códigos y principios discriminatorios de género occidentales” (Breny Mendoza, 2014, p. 23).
Esta reinvención de las mujeres por parte del régimen colonial implicó marcarlas con la impronta de la esclavitud natural, una clasificación que deviene de la premisa aristótelica del esclavo natural ampliamente promovida, desde los inicios de la conquista, por personajes como Ginés de Sepúlveda. Todo en aras de suprimir a los indígenas y africanos esclavizados de la racionalidad y la capacidad para ejercer la libertad, justificando así las guerras justas y el sistema de encomiendas.
FUENTE: IberoAmérica Social