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Luego de una década sin escuchar a los jujeños, ahora los radicales van casa por casa

El radicalismo definió su estrategia electoral y Sadir volvió a hablar: dijo que “tenemos un modelo de provincia donde escuchar y atender las necesidades de nuestra gente son la prioridad”. Sin dudas, su hipocresía le brota por los poros y su ingenuidad política ya que es un técnico lo induce a cometer errores gruesos en su discurso a la hora del turno de hablar públicamente.

Solo para empezar les digo que el promedio de espera sobre reclamos de la gente mediante todas las modalidades no baja de entre 15 a 20 años, en algunos casos, y todavía esperan respuesta, es decir, una vida esperando que alguien les conteste.

Hoy reflexionamos sobre un fenómeno que late detrás de cada discurso electoral y que, como una grieta invisible, explica gran parte de la desconfianza ciudadana: la hipocresía en la política.

En su dimensión más básica, la hipocresía política es la brecha entre lo que una figura pública afirma defender y los actos, decisiones o resultados que finalmente produce.

No se trata simplemente de un error de comunicación o de una promesa mal fundamentada; es una disonancia estructural entre el conjunto de principios declarados y la práctica real de gobierno, entre la ética proclamada y la conducta cotidiana en las políticas públicas.

Esta brecha se manifiesta cuando un líder, un partido o un movimiento prioriza la imagen, la percepción y el beneficio político inmediato por encima de la coherencia entre palabras y hechos, entre compromiso público y responsabilidad institucional.

En ese sentido, la hipocresía política opera como una especie de filtro que distorsiona la relación entre ciudadanía y poder: se enrola la emoción, se invoca la empatía, se exalta la cercanía, se prometen soluciones rápidas, pero al momento de traducir esas promesas en políticas concretas, medibles y sostenibles, la consistencia titubea o se evapora.

Desde una óptica analítica, la hipocresía no es solo un fallo moral aislado; es un mecanismo estratégico que sirve para ganar tiempo, construir legitimidad inmediata y evitar rendición de cuentas.

Una definición estricta podría decir que la hipocresía política es la práctica de presentar una versión de la realidad que favorece a la tesis del poder en ese momento, mientras se ocultan o minimizan las fricciones, contradicciones y límites de esa realidad, de modo que la ciudadanía reciba una narrativa que parece coherente a corto plazo pero que, en su ejecución, revela inconsistencias.

Pero hay que añadir una dimensión ética: la política, en su mejor tradición, aspira a vincular autoridad con responsabilidad, a convertir la voluntad popular en bienes públicos tangibles. Cuando esa aspiración se instrumentaliza para justificar acciones que benefician a unos pocos, o cuando se articula un programa buscando ganancias electorales sin un compromiso claro con la transparencia y la rendición de cuentas, la hipocresía deja de ser un simple defecto y se convierte en una falla estructural en la acción de gobernar.

Es útil hablar de hipocresía explícita que es aquella en la que el actor reconoce de forma frontal una contradicción entre su discurso y su acción, pero insiste en presentarla como estrategia pragmática o necesaria para enfrentar un problema generando un riesgo para la democracia erosionando la credibilidad institucional, debilitando la confianza en las instituciones y, en última instancia, dificultando la participación informada de la ciudadanía.

Hoy queremos mirar de frente el fenómeno político que se instala en cada ciclo electoral y que, una vez más, parece recobrar fuerza en la narrativa de los candidatos radicales: la promesa de “soluciones inmediatas” en este caso los radicales pretenden que desde el congreso y desde la teatralidad de visitas puerta a puerta junto a la insistente promesa de que con un gesto de poder desde Buenos Aires se arreglan en un instante los problemas que golpean a Jujuy hipocresía de alta pureza.

Es indispensable, que la gente comprenda que en medio de tanta letra de campaña, cuestionar qué hay de real, qué está al alcance y qué, simplemente, es demagogia para ganar tiempo y votos.

Los dirigentes radicales sostienen que pueden convertir en política de Estado la empatía de una visita, que cada timbreo es un compromiso renovado con la gente y que la solución está en abrir las puertas de las casas para que, supuestamente, todos sus problemas encuentren respuesta. Nada más lejos de la verdad. Son discursos que suenan a solución mágica, planes que se anuncian con fuegos artificiales y, en la práctica, una gestión que no logra consolidar avances en áreas críticas para la gente común.

Hablemos de demagogia en su forma más clara: la narrativa que presenta esto que plantea este señor Morales de lo de “casa por casa” como la gran panacea para todos los males como la llave a todas las soluciones, es un recurso clásico de la retórica electoral que busca conectar emocionalmente antes que presentar una ruta técnica. y cuando la promesa se acompaña de un marco de acción tan vago que permite su incumplimiento sin consecuencias, empieza a oler a oportunismo, a estrategia para generar confianza instantánea sin un compromiso verificable a corto plazo.

La hipocresía, cuando aparece de manera tan evidente, no es un insulto sino una observación basada en hechos: prometen auditar, prometen rendición de cuentas, hablan de transparencia y de un combate frontal a la corrupción, pero en la experiencia cotidiana de Jujuy, las notas, quejas y reclamos acumulados en los despachos oficiales siguen sin respuesta o con respuestas que no mueven la aguja. si cada vez que la gente llama a una oficina se encuentra con el silencio, con excusas o con demoras, ¿qué queda de la promesa de “escuchar y actuar”? la coherencia entre lo que se dice y lo que se ejecuta es el único termómetro fiable de la credibilidad.

Hay una verdad histórica que es un karma para los radicales es aquella famosa frase que dice: “los radicales no saben gobernar”. No es una sentencia trivial, sino una acusación que se sostiene sobre la evidencia de gestiones pasadas y sobre la brecha entre lo que se promete y lo que llega a la gente.

La demagogia, en este marco, no es solo un estilo de oratoria; es una estrategia para desviar la atención de los problemas reales que golpean a Jujuy: basura en la calle, falta de energía confiable, servicios básicos intermitentes, y un estancamiento en inversiones que realmente transformen barrios y comunidades. Cuando las propuestas se venden como dones milagrosos que van a llegar del congreso de la mano de este señor Pizarro o de la señora Zigarán la ciudadanía percibe que se está priorizando el relato sobre la realidad, la imagen sobre la capacidad de gobernar. y esa percepción es peligrosa, porque erosiona la confianza en las instituciones justo en momentos en que se necesita de un estado capaz de escuchar, planificar y ejecutar con transparencia.

En un contexto donde la gente está lidiando con fallas en servicios básicos y con la sensación de que su voz no es escuchada, la credibilidad de un partido o de un candidato depende menos de la emoción de una visita casa por casa y más de la capacidad de presentar resultados verificables. ¿Cuáles son los resultados verificables que pueden presentar Zigarán en Ambiente con la provincia invadida por los basurales luego de 12 años de gestión o del señor Pizarro como secretario de Energía cuyo servicio se corta cada cinco minutos en Jujuy? Todo es una hipocresía sin pudor.

La gente escucha estas promesas, en un momento de dificultad, la pregunta que persiste es sencilla y necesaria: ¿cuánto hay de verdad en esas soluciones y cuánto hay de espectáculo para ganar votos? esa es la prueba de fuego para cualquier propuesta: ¿va a cambiar la vida de las personas, o seguirá quedando en el terreno de la promesa electoral?

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