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En Jujuy gobierna un grupito de radicales fundamentalistas no democráticos

Hay una dinámica que vemos repetirse con demasiada frecuencia en los pasillos del poder, particularmente cuando hablamos de la casa de gobierno de Jujuy. La falta de humildad y de una soberbia que parece ser el pan de cada día, y de una peligrosa confusión entre la percepción propia y la realidad cruda que vive la gente.

Ninguna mirada es neutral, y mucho menos la del poder. El gobierno, por su propia naturaleza, tiene una interpretación de los problemas que está inevitablemente sesgada por sus propios intereses, su ideología y, claro, su permanencia en el sillón. Decir lo contrario es un acto de soberbia. El peligro real surge cuando esa mirada de despacho, esa visión filtrada y a menudo oscura, se confunde con la realidad con mayúsculas. El gobierno está en un plano y la gente, que sufre los problemas en carne propia, está en otro, percibiendo las cosas de forma distinta. Lo que el gobierno ve es solo una percepción de la realidad, no la realidad misma. Y este es un error garrafal, porque cuando la percepción se aleja de la realidad, la gobernabilidad se debilita.

Pero hay más, la crítica apunta al diálogo. Se reconoce que el diálogo con la gente es la única vía para ampliar la visión y, eventualmente, producir acuerdos y soluciones. Es la llave de la democracia. Sin embargo, cuando el gobierno entra en ese diálogo creyendo que su postura es la única válida, lo que debería ser una conversación se transforma en fundamentalismo. Los radicales en Jujuy son fundamentalistas y no democráticos. El poder anula la disidencia, cierra la puerta a la posibilidad de que la verdad o la solución puedan estar en la voz del otro, del ciudadano. En esencia, el poder, al cerrarse en su verdad absoluta, traiciona el espíritu democrático que se basa, precisamente, en la pluralidad de voces y el reconocimiento del conflicto de intereses como algo legítimo que debe ser mediado, no aplastado.

¿Cuánta soberbia puede resistir una democracia antes de que la confianza de la gente se rompa por completo? es una pregunta.

El fundamentalismo radical es poco eficaz. Y esa es la clave del debate, no se trata solo de la arrogancia del poder, sino de que esa arrogancia tiene consecuencias tangibles en la vida de la gente: la cronicidad de los problemas estructurales de Jujuy.

Si la postura del gobierno es una verdad cerrada e inamovible, si se niega a escuchar otras voces y a reconocer la complejidad que existe más allá de lo que ocurre en la oscuridad de los despachos en casa de gobierno esa cerrazón se traduce directamente en inacción efectiva. el fundamentalismo, en política, se convierte en un dogma que es más importante que la solución. Se privilegia la pureza ideológica o la defensa de la postura propia por encima de la capacidad de resolver. Y es ahí donde el fundamentalismo se vuelve ineficaz.

Porque una gestión eficaz es aquella que, aunque tenga una línea política clara, es lo suficientemente humilde y pragmática para reconocer que los problemas estructurales de una provincia como Jujuy —pensemos en la desigualdad, la pobreza, la falta de oportunidades— son tan profundos que exigen múltiples miradas, diálogo real, y la capacidad de rectificar el rumbo.

La soberbia desde el poder no es solo un defecto de carácter, es una limitación funcional. Los incapacita, como bien se dice, para ver las atrocidades que realmente pasan. Y cuando el gobierno es incapaz de ver, o peor aún, se niega a ver la realidad que lo contradice, es obvio que ninguna de las soluciones que proponga va a ser la correcta. Se repiten fórmulas fracasadas, se aplican parches, pero los problemas crónicos siguen ahí, intactos, como monumentos a la incapacidad generada por esa cerrazón.

Al final, la crítica más fuerte es que el costo de esta soberbia no lo paga el político en el poder, sino el ciudadano común que sigue esperando que se resuelvan las bases de su existencia. Y eso es, simple y llanamente, una falla de la democracia de la democracia en Jujuy.

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