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El gobierno de Sadir transita sus días al margen de la ley

¿Qué sucede cuando un gobierno, en nuestro caso el de la provincia de Jujuy, decide transitar sus días al margen de la ley? No se trata de un simple desliz político, sino de un giro autoritario que corroe los pilares de nuestra convivencia democrática y genera perjuicios incalculables a las instituciones, a las personas y, en última instancia, al espíritu mismo de la república.

El primer y más evidente daño es a la estructura institucional. Un gobierno que actúa ilegalmente, deliberadamente o por omisión, instala una peligrosa cultura de la impunidad. La separación de poderes se convierte en una ficción. El Poder Ejecutivo, dotado del manejo de la fuerza pública y los recursos financieros, comienza a avasallar sistemáticamente al poder judicial y al legislativo. Lo vemos en la presión o la cooptación de jueces y fiscales para que fallen a favor del oficialismo pero además, en el uso selectivo de los organismos de control para perseguir a la oposición mientras se ignora la corrupción propia.

El poder legislativo, en lugar de ser el espacio de debate y control, se degrada a una escribanía que ratifica las decisiones del Ejecutivo sin verdadero análisis ni contrapeso. La ley, entonces, no emana del consenso democrático, sino de la voluntad unilateral del gobernador o su círculo íntimo. Lo mismo ocurre en la intendencia de la capital y esto genera una obediencia debida perversa dentro de la administración pública, donde los funcionarios responden más al mandato político que al imperativo legal.

Pero el impacto más cruel recae sobre la vida cotidiana de las personas. Cuando el estado opera fuera de la ley, la inseguridad jurídica se vuelve un veneno lento que afecta a todos. Para el ciudadano común, la garantía de sus derechos fundamentales –la libertad de expresión, el derecho a la protesta, la propiedad privada– se vuelve incierta.

Las decisiones gubernamentales pasan de ser previsibles, basadas en normas claras, a ser arbitrarias y sujetas al humor o interés del poder de turno. Esto se manifiesta en la criminalización de la protesta social, donde se utilizan figuras legales cuestionables como el código contravencional para reprimir y encarcelar a quienes se atreven a disentir, generando un efecto paralizante en la sociedad. La gente deja de hablar, de manifestarse, por el miedo a las represalias.

En el plano económico, la ilegalidad es un componente fatal para el desarrollo. ¿Qué inversor serio arriesgaría su capital en una provincia donde los fallos judiciales pueden ser ignorados, donde las licitaciones públicas son opacas o direccionadas, y donde los contratos no se rigen por la ley sino por la influencia política? Esto frena la creación de empleo genuino, alimenta el clientelismo y condena a la provincia a depender de la discrecionalidad de los fondos nacionales o de la gestión extractiva, profundizando la desigualdad social. La corrupción prospera en este ambiente de opacidad institucional.

Al no existir controles efectivos ni respeto por los procedimiento legales, el desvío de recursos públicos se facilita, drenando fondos que deberían destinarse a mejorar la educación, la salud y la infraestructura.

Finalmente, el perjuicio a la democracia es existencial. Un gobierno que se comporta como un poder fáctico, desconociendo el marco normativo que lo invistió, está traicionando el contrato social. Se socava la legitimidad de ejercicio, que es tan importante como la legitimidad de origen dada por el voto. Se le enseña a la ciudadanía que las elecciones son solo un trámite y que, una vez en el poder, la autoridad puede pisotear las reglas.

Este cinismo político genera una profunda desafección y un escepticismo peligroso hacia las instituciones. Se pierde la fe en la posibilidad de un cambio justo y legal, y se abren las puertas a soluciones extralegales o a la resignación. Al normalizar la violación de la ley por parte del Estado, se establece un precedente nefasto que será invocado por futuras administraciones, consolidando un modelo de autoritarismo estructural.

La república se convierte en una cáscara vacía, manteniendo las formas democráticas –el voto, el parlamento– pero vaciando su contenido esencial, que es el estado de derecho. Es por eso que el desafío no es solo político, sino cívico y moral: es imperativo exigir el retorno estricto al cumplimiento de la constitución y las leyes.

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