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Demagogia, populismo y más peso a la herencia

Se han presentado tres proyectos de ley, todos de origen oficialista, que proponen una reducción de la jornada laboral. Las propuestas postulan llevar la jornada de 48 a 36 o a 40 horas semanales.

Se lo puede ver como una iniciativa populista preseleccionaría, pero con doble propósito: aportar votos y enlodar aún más la herencia que dejará este gobierno.

Dos proyectos fueron presentados en la Cámara baja: uno, por el diputado y dirigente gremial Hugo Yasky y otro por los bancarios Claudia Ormaechea y Sergio Palazzo.

En el Senado fue Mariano Recalde quien expuso que la reducción “permitirá mejorar la distribución del trabajo existente y crear empleo, incrementar la productividad, mejorar la calidad de vida, disminuir los accidentes, reducir los costos empresarios y el impacto ecológico y sanitario”.

Los argumentos con que se intenta justificar estos proyectos son erróneos y rebatibles. Desconocen elementales reglas de la economía y la sociología y no han atendido experiencias vividas ante medidas de ese tipo.

Si no es acompañada por una reducción proporcional del salario, la disminución de las horas de trabajo solo repercutirá en un aumento del costo laboral.

Obviamente ninguno de los tres proyectos propone una contrapartida que contemple reducciones salariales.

La realidad observada históricamente es que tarde o temprano una caída de la productividad laboral es seguida por una merma del salario real. De esa manera solo se alimentará la pobreza.

Impulsores de la reducción de la jornada esgrimen que permitirá dar trabajo a quienes están desempleados. Si eso fuera real, se podría eliminar completamente la desocupación reduciendo cuanto fuera aritméticamente necesario la jornada laboral.

En este error flota la absurda idea de que no sería afectada la producción mensual de cada trabajador. Esta cuestión no debe confundirse con la tendencia a incrementar el tiempo libre en los países desarrollados como consecuencia de los avances tecnológicos que permiten aumentar la productividad y los ingresos por hora trabajada.

Este fenómeno no necesita ninguna regulación. Justamente, debe asegurarse el mayor grado de libertad posible para facilitar inversiones en tecnología y robotización.

Algunos trabajos manuales están siendo reemplazados por instrumentos de digitalización e inteligencia artificial. El teletrabajo ha ganado espacio en tareas administrativas, intelectuales y en la educación.

La duración formal de la jornada laboral ha comenzado a ser un elemento menos relevante. El intento de reducirla impondría mayores controles que perjudicarían a todos.

Si el actual gobierno y la dirigencia gremial quieren generar empleo y que este sea formal y bien remunerado, deben saber que el camino es una reforma laboral que remueva los impedimentos regulatorios que desalientan y encarecen la contratación.

En esa línea estarían, entre otras reformas, el otorgamiento de prioridad a los acuerdos colectivos a nivel de empresa; el progresivo reemplazo de la indemnización por despido por un fondo constituido por aportes del trabajador y el empleador durante el período laboral, y la flexibilización de las normas en beneficio de ambas partes por el aumento genuino de la productividad y del salario real.

La puesta en marcha de estas iniciativas claramente alineadas con el fracasado populismo provocará resultados contrarios a los enunciados por sus impulsores, ya que afectará la seguridad jurídica y desalentará inversiones.

Recientemente, un informe del Instituto de Investigaciones Económicas (IIE) de la Bolsa de Comercio de Córdoba cuestionó los dos proyectos de ley presentados por diputados oficialistas que buscan reducir la jornada laboral en Argentina como una forma de mejorar la productividad. El estudio advierte que las condiciones necesarias para implementar una reducción de la jornada laboral no están presentes en el país y que las consecuencias podrían ser negativas para el empleo.

El informe destaca que los países que han reducido las horas trabajadas lo han hecho después de haber experimentado un desarrollo económico sostenido y un aumento de la productividad. Sin embargo, estas condiciones no se cumplen en Argentina en la actualidad. Además, se señala que una reducción de la jornada laboral sin una disminución proporcional de los salarios llevaría a un aumento en el costo laboral por hora y podría afectar la generación de empleo.

Es importante destacar que el Gobierno ha reconocido que en otros países donde se han implementado iniciativas similares, ha habido reducciones salariales. El ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, desalentó los proyectos de reducción de la jornada laboral al advertir sobre las posibles consecuencias negativas para el salario.

El informe del IIE también desmiente el argumento de que Argentina tiene una de las jornadas laborales más extensas de la región. Según datos oficiales, la jornada laboral efectiva promedio es de 36 horas semanales entre los asalariados formales del sector privado, y solo el 25% trabaja al menos 48 horas. Además, Argentina es el segundo país con menos horas trabajadas en el continente, después de Uruguay.

El estudio resalta que, antes de avanzar hacia una reducción de la jornada laboral, es esencial tener ganancias de productividad suficientes que permitan hacer frente a este tipo de medidas. Dadas las condiciones actuales, con una década de estancamiento económico y una caída pronunciada del PBI per cápita, Argentina no cuenta con las bases necesarias para implementar esta medida.

El informe también advierte sobre las posibles consecuencias negativas para el empleo si se reduce la jornada laboral sin una contrapartida salarial adecuada. Aumentar el costo laboral por hora podría disminuir los incentivos para mantener empleos o generar nuevos, y podría aumentar la informalidad laboral.

Esto es demagogia pura, de la más berreta.

Ser demagogo significa ser una persona que utiliza tácticas y discursos populistas para ganar apoyo y mantener el poder, apelando a las emociones y deseos de la gente en lugar de presentar argumentos racionales y soluciones realistas. Un demagogo tiende a manipular y explotar las emociones y las opiniones populares, haciendo promesas exageradas y simplificando los problemas complejos.

Los demagogos utilizan un lenguaje inflamatorio y simplista para apelar a las emociones y a los prejuicios de la gente, en lugar de abordar los problemas de manera objetiva y fundamentada. Utilizan discursos polarizadores, demonizar a ciertos grupos o individuos, y ofrecer soluciones fáciles a problemas complicados, aunque esas soluciones puedan ser irrealizables o tener consecuencias negativas a largo plazo.

El objetivo principal de un demagogo es ganar el favor popular y obtener apoyo político, aunque esto signifique sacrificar la integridad y la responsabilidad en el proceso. Los demagogos explotan las preocupaciones legítimas de la gente y prometen soluciones rápidas y sencillas, pero suelen carecer de planes concretos y viables para abordar los problemas de manera efectiva.

Esto no solo es demagógico, también es populista, porque tiende a dividir a la sociedad en dos grupos: el "pueblo" virtuoso y puro y por otro lado la "élite" corrupta y distante.

Tengamos en cuenta que una característica distintiva del populismo es su enfoque en ofrecer soluciones rápidas y sencillas a problemas complejos. Los líderes populistas a menudo prometen cambios radicales y rápidos, sin tener en cuenta las limitaciones y las implicaciones a largo plazo. Utilizan un lenguaje emotivo y simplificado para generar un fuerte apego emocional con sus seguidores, aprovechando sus frustraciones y descontento.

Estos proyectos son tan populistas que promueve una visión binaria y simplista de la realidad política y social, ignorando la complejidad de los problemas y las soluciones. La realidad es mucho más matizada y requiere un enfoque basado en el diálogo, la colaboración y la comprensión de las diversas perspectivas.

Este populismo erosiona los valores democráticos y debilitar las instituciones. Al promover una narrativa de "nosotros contra ellos", los líderes populistas generan división y polarización, socavando la confianza en los procesos democráticos y debilitando los sistemas de control y contrapeso.

El populismo no proporciona respuestas reales ni soluciones duraderas. En cambio, alimenta la polarización y la confrontación, dificultando la construcción de consensos y la implementación de políticas efectivas.

Para superar los desafíos complejos que enfrenta nuestra sociedad, es fundamental buscar líderes que promuevan el diálogo, el respeto y la responsabilidad. Debemos fomentar un enfoque basado en la evidencia, la inclusión y la colaboración, en lugar de caer en la retórica populista que promete soluciones fáciles pero que no logra abordar las causas subyacentes de los problemas.

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