En términos absolutos, esto significa que 24,9 millones de personas no logran cubrir sus necesidades básicas. Con una tasa de pobreza del 52,9%, el país enfrenta una situación crítica que no puede ser ignorada, especialmente porque este panorama no es producto de una coyuntura inesperada, sino el resultado de un deterioro progresivo en las condiciones socioeconómicas que se ha gestado a lo largo de los últimos años.
La pobreza y la indigencia marcan un hito histórico
La reciente publicación de los datos del INDEC, correspondientes al primer semestre del año, revela una realidad devastadora para la Argentina: más de la mitad de su población es pobre.
La indigencia, por su parte, muestra un agravamiento aún más brutal. El 18,1% de los argentinos no puede acceder ni siquiera a una canasta alimentaria mínima, lo que implica que 8,5 millones de personas están pasando hambre en un país que alguna vez fue conocido como el “granero del mundo”. Este retroceso en la capacidad para garantizar una alimentación adecuada marca un punto de inflexión: la pobreza, que alguna vez fue vista como un fenómeno transitorio, hoy se ha convertido en una característica estructural de la sociedad argentina.
El contexto macroeconómico ha sido clave en la generación de esta crisis. La inflación, descontrolada durante gran parte del año, se estabilizó alrededor de un 4% mensual hacia agosto. Sin embargo, esta moderación no fue suficiente para revertir el deterioro del poder adquisitivo de los salarios. Los ingresos de los hogares pobres quedaron un 42,6% por debajo de lo necesario para salir de la pobreza, y los indigentes necesitaron, en promedio, un 33,4% más para cubrir la canasta alimentaria. En términos reales, un hogar pobre tuvo ingresos $300.000 por debajo de la línea de pobreza, mientras que un hogar indigente necesitó $116.000 adicionales para no caer en la miseria absoluta.
El golpe más duro de esta crisis lo sufren los niños. El 66,1% de los menores de 14 años vive en hogares pobres, lo que significa que 7 millones de niños y adolescentes no tienen acceso a lo básico. Aún más alarmante es que el 27% —casi 3 millones— vive en la indigencia, sin los medios para alimentarse adecuadamente. Este es uno de los datos más crudos del informe: más de uno de cada cuatro niños en Argentina pasa hambre.
La pobreza infantil no solo es una tragedia en el presente, sino que condiciona el futuro del país. Las carencias alimentarias y educativas durante la niñez tienen efectos irreversibles en el desarrollo cognitivo y emocional. Los expertos advierten que la situación actual podría generar generaciones con dificultades profundas para integrarse de manera productiva en la sociedad.
El incremento de la pobreza no ha sido homogéneo en todo el país. Algunas provincias han sido golpeadas de manera desproporcionada, como Formosa, donde la pobreza pasó del 29,7% al 67,6% en apenas un año. La Rioja también experimentó un fuerte incremento, con un salto del 39,6% al 66,4%, al igual que Tierra del Fuego y Santa Cruz, donde los aumentos superaron los 20 puntos porcentuales. Este fenómeno revela no solo las desigualdades estructurales entre las provincias, sino también la falta de políticas federales efectivas para mitigar la pobreza en las regiones más vulnerables.
La indigencia, además, ha crecido de manera vertiginosa. En apenas seis años, la tasa de indigencia se cuadruplicó, pasando del 4,8% en 2017 al 18,1% en 2023. Este aumento, lejos de ser un hecho aislado, forma parte de un deterioro continuo del tejido social. A pesar de las políticas de asistencia social, la población vulnerable sigue creciendo. Cada vez más argentinos dependen de la ayuda del Estado, mientras la inflación y la pérdida de poder adquisitivo erosionan los ingresos de los hogares.
El empleo, o más bien la falta de él, es otro factor crucial en esta espiral de pobreza. Los trabajadores informales, que constituyen una parte significativa de la fuerza laboral del país, son los más vulnerables. Sus salarios están 57 puntos porcentuales por debajo de la inflación. Esta precariedad, combinada con la destrucción de 136.000 empleos formales en el sector privado durante los primeros seis meses del año, empuja a más argentinos a la indigencia. La situación es aún peor para quienes dependen de trabajos informales, donde se estima que se perdieron más de 530.000 empleos en el mismo período.
Ante este escenario, el gobierno ha intentado amortiguar el impacto mediante el aumento de transferencias como la Asignación Universal por Hijo (AUH) y la Tarjeta Alimentar. Sin embargo, estas medidas han sido insuficientes. Aunque los montos se ajustaron por encima de la inflación, no lograron frenar el avance de la indigencia. Las promesas de una ampliación en las ayudas sociales parecen ser soluciones temporales que no atacan las causas profundas de la pobreza.
La inflación sigue siendo el enemigo número uno de cualquier política social. Mientras los precios continúen subiendo de manera incontrolable, cualquier aumento en las ayudas será rápidamente erosionado. Sin un plan eficaz para contener la inflación y mejorar las condiciones laborales, las soluciones parciales como la ampliación de los programas sociales no revertirán la tendencia de empobrecimiento masivo.
El desafío que enfrenta el gobierno actual es monumental. Revertir esta tendencia requerirá no solo ajustar las políticas económicas, sino también un cambio de paradigma en la manera de entender el desarrollo y el bienestar social. Se necesitan reformas estructurales que fomenten la creación de empleo, fortalezcan el sistema educativo y promuevan la igualdad de oportunidades en todo el país.
La pobreza y la indigencia no son problemas que se resuelvan con medidas cortoplacistas. La Argentina necesita un plan de desarrollo inclusivo que permita a los sectores más vulnerables salir de la pobreza a través del trabajo y la educación. Solo así se podrá romper el círculo vicioso que ha atrapado a millones de personas y construir un futuro más equitativo para las generaciones venideras.
En el mundo actual, donde las decisiones políticas tienen más influencia que nunca en el destino de una nación, Argentina se encuentra atrapada en una trampa populista que no distingue ideologías. Ya sea de izquierda o de derecha, el populismo ha demostrado ser un veneno que alimenta la pobreza en lugar de erradicarla. Lo que diferencia a esta corriente política de otras no es solo su estilo autoritario o su retórica seductora, sino la creación de una "clientela" en lugar de un Pueblo genuino, un grupo de personas dependientes, cautivas del fanatismo o de las dádivas, que se vuelven peones de los líderes que deberían conducirlas hacia el Bien Común.
El populismo se nutre de la debilidad de sus seguidores, perpetuando la desigualdad bajo la apariencia de equidad. Argentina ha sido captada por populistas de distinto signo político, quienes, en lugar de promover una auténtica representación del pueblo, han construido redes de dependencia que atentan contra los principios fundamentales de la democracia. El concepto de "Pueblo" se degrada, y la democracia se transforma en una mera fachada detrás de la cual se ocultan intereses personales y estructuras de poder corruptas.
Históricamente, las naciones eran esclavas de su geografía, sus recursos naturales o su poderío militar. Hoy, sin embargo, en un mundo globalizado, los países pueden elegir su destino. Las políticas que promueven la prosperidad y el crecimiento económico son bien conocidas. Sin embargo, Argentina, en lugar de optar por el camino de la prosperidad, parece haber elegido la pobreza. Esta elección no es fruto de la casualidad, sino de una serie de políticas populistas que, lejos de garantizar el bienestar de la sociedad, la sumergen cada vez más en la miseria.
El ejemplo más claro de este fenómeno puede verse en la comparación entre Venezuela y Alemania. Mientras que el primero ha abrazado un populismo destructor, que ha hundido a su población en la pobreza extrema, el segundo ha adoptado políticas de fortalecimiento institucional y económico, que han permitido su crecimiento sostenido. Este contraste pone en evidencia una verdad fundamental: el populismo no es garantía de justicia social, sino de decadencia.
Incluso países como Rusia y China, que en el pasado fueron bastiones del socialismo, han abandonado muchas de sus políticas económicas más rígidas, adoptando una versión capitalista que, si bien no respeta la libertad política, al menos permite el florecimiento de la actividad empresarial. Sin embargo, en Argentina, tanto el populismo de izquierda como el de derecha continúan impidiendo cualquier posibilidad de un desarrollo económico sostenible.
El papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, advierte precisamente sobre los peligros del populismo. Lo describe como una degeneración de lo popular, de la misma manera que la demagogia lo es para la democracia. El populismo no busca una sociedad fuerte y empoderada, sino una masa dócil, manipulable y dependiente. Esta dependencia no solo perpetúa la pobreza, sino que debilita las instituciones democráticas y crea un ciclo de inequidad difícil de romper.
En última instancia, el populismo, sea de derecha o de izquierda, es responsable del crecimiento de la pobreza en Argentina. Mientras los dirigentes populistas continúen promoviendo políticas que beneficien a sus redes clientelares en lugar de al pueblo en su conjunto, la nación seguirá atrapada en un ciclo de dependencia y miseria. Argentina necesita líderes que no solo hablen en nombre del pueblo, sino que trabajen para su verdadero bienestar, rompiendo con las cadenas del populismo y eligiendo finalmente el camino hacia la prosperidad.