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Usurpar va en contra de los principios democráticos y del estado de derecho

Para analizar el conflicto planteado en Finca El Pongo con un supuesto intento de desalojo hay que poner en contexto varias cuestiones.

En 2023 el gobierno desconoce el legado de Plinio Zabala. Gerardo Morales apuesta a utilizar las extensas tierras del predio de la finca donde combina el polémico negocio del cannabis medicinal con el fenómeno del litio entregando terrenos a la compañía China Minig Development S.A en donde se invertirían 120 millones de dólares para la fabricación de insumos que tienen que ver con la producción de carbonato de litio. Este es el motivo del avance para intentar desalojar a la familia Ibáñez afincada sobre 30 hectáreas del lugar y con todos los papeles al día según manifestaron los propios protagonistas de la familia y sus abogados defensores.

De modo que por un lado, tenemos a una familia cuya propiedad está cuestionada y amenazada mediante un operativo policial sin orden de un juez y en plena feria judicial- en donde los tribunales entran en receso- pero amen de ello, se intenta desalojarlos, sin un reconocimiento claro de la documentación que acredita su legítima propiedad. La pregunta sería: ¿quién dio la orden judicial? La misma justicia, que debería ser garante de la legalidad, parece haber actuado sin respetar los procedimientos adecuados, poniendo en duda si realmente se respetaron los derechos de esta familia.

Ahora en paralelo, vemos a las autoridades, como el gobernador, desplegar una escena de devoción y celebración en la localidad del Carmen como ocurrió en el día de ayer, mientras en Perico, en la zona del conflicto, la tensión crece. La imagen de la virgen del Carmen, símbolo de paz y protección, contrastada con la violencia y el posible desalojo inminente, parece una metáfora de esa doble moral que muchas veces se enuncia en nuestra política: por un lado, la excusa de la devoción y la protección, y por otro, la implementación de métodos violentos, de fuerza y de violencia institucional.

Es éticamente cuestionable que, en un contexto donde la justicia está en feria, el estado recurra a la fuerza y a métodos que parecen violar toda norma de respeto por los derechos humanos. ¿No debería ser la ley, la justicia, la que garantice la paz y la protección de las familias? ¿Qué mensaje estamos enviando a la sociedad cuando, en lugar de buscar soluciones dialogadas y respetuosas, se opta por la represión? Este gobierno entiende el conflicto como una batalla en donde hay un ganador y un perdedor siempre, mientras que la democracia es resolver conflictos mediante el dialogo en el marco de la ley.

Y qué decir del discurso oficial… el intendente del Carmen, en medio de los festejos religiosos, pide apoyo popular y da un mensaje de paz, mientras lamentablemente falta una palabra de condena o de cuestionamiento a las acciones violentas o a la responsabilidad de quienes dan las órdenes. Esa doble moral, esa hipocresía a cara lavada, revela una realidad donde las palabras y los gestos quedan vacíos frente a las decisiones concretas que afectan la vida de las personas.

En definitiva, esto nos obliga a reflexionar: ¿qué clase de justicia y estado queremos? ¿Queremos una justicia que funcione solo en momentos de celebración, o una que proteja a todos, sin excepciones? ¿Queremos líderes que hablen de paz y devoción, pero que al mismo tiempo permitan o callen frente a la violencia y la usurpación? La verdadera ética y moral pública está en actuar con coherencia, en respetar los derechos, en buscar la paz y en no validar métodos que vulneren la dignidad humana.

Porque lo que está en juego es la convivencia democrática que se ve vulnerada cada vez que las instituciones parecen doblegarse ante la intimidación o el temor. Cuando los fiscales actúan a medias, por miedo a las represalias o por instrucciones ambiguas, se corre el riesgo de que la justicia quede en jaque. ¿Hasta dónde se puede aceptar que las leyes se apliquen selectivamente, que las ordenanzas sean vulneradas y que la impunidad sea la que decide quién tiene derechos y quién no?

Y en medio de todo esto, surge otra figura: el intendente de Perico. ¿Por qué el silencio cuando una familia está acorralada por la autoridad policial, en un operativo que parece más un castigo que una acción legítima? ¿Qué moral tiene un liderazgo que guarda silencio cuando la policía armada, parece perseguir a gente que solo busca defender lo que por derecho le corresponde? ¿Acaso no es su obligación estar al lado de su gente, defender la democracia y garantizar que el Estado no sea un enemigo de su pueblo?

La verdadera delincuencia no está en las familias que luchan por su tierra, sino en esa dirigencia que, en vez de proteger, maltrata la democracia con arbitrariedades sistemáticas. La violencia institucional, las decisiones unilaterales y la omisión ante la vulneración de derechos están dejando huellas profundas en nuestro sistema social.

No se puede permitir que la represión y la impunidad sigan siendo el método para gobernar. La verdadera autoridad se construye desde la justicia, desde la ética y el compromiso con la ciudadanía. Porque si dejamos que estas prácticas se naturalicen, entonces, ¿qué pasará con nuestro sistema democrático? ¿Qué quedará de la justicia, del respeto y de los derechos?

La respuesta, seguramente, la tenemos todos los que queremos vivir en un país donde las leyes sean la base de la convivencia y donde gobernar sea, en realidad, servir y proteger a la gente.

¿Se puede gobernar así? La historia nos dice que no, y la ética también.

¿Cómo calificar esto? ¿Qué palabras usamos para describir el manejo de un legado que fue donado para bien de toda la comunidad, como en el caso de finca el pongo? una propiedad que, desde su origen, fue un acto de generosidad y servicio a los ciudadanos de perico, destinado a favorecer a la salud pública, a la educación y al desarrollo local. Pero, ¿qué sucede cuando esa misma propiedad empieza a ser disputada, políticamente apropiada y manejada discrecionalmente?

Aquí estamos frente a un claro ejemplo de lo que se puede llamar un estado usurpador del patrimonio público. Es decir, una situación en la que los recursos de todos terminan en manos de unos pocos, con la excusa de supuestos derechos o intereses particulares, pero en la realidad, en detrimento del interés general. Esta práctica, lamentablemente, conforma un fenómeno que en algunos círculos podemos calificar como corrupción institucionalizada oprivatización encubierta del patrimonio.

Y, más allá de las categorías legales y políticas, lo que realmente nos afecta es la pérdida de confianza en las instituciones, la falta de transparencia, y el daño que se genera en la comunidad cuando un bien que fue donado para el bien común termina siendo manejado de manera discrecional o arbitraria. La ciudadanía, que espera que sus instituciones actúen con responsabilidad, ve cómo ese legado se diluye en intereses particulares, y la percepción de justicia se ve seriamente afectada.

En definitiva, este fenómeno de apropiación indebida del patrimonio público no solo es un problema legal, sino un desafío ético. Nos invita a exigir mayor vigilancia ciudadana, mayor transparencia y un gobernador, un intendente, una justicia que defiendan los derechos de todos por igual.

Porque si seguimos por este camino, la democracia queda en jaque. La confianza en las instituciones se erosiona y, en esencia, estamos permitiendo que una parte de la historia y del legado que le pertenece a todos sea usurpada y destruida con complicidad silenciosa o activa.

¿Cuál sería la solución? transparentar, auditar, devolver lo que no es propio y fortalecer las instituciones para que el patrimonio público sea de todos y para todos. Porque, en definitiva, este es nuestro patrimonio, y debemos protegerlo.

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