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El Estado presente: un gigante ausente y corrupto

La insostenibilidad del Estado argentino, en sus tres niveles de gobierno—nacional, provincial y municipal—es uno de los problemas estructurales más graves que enfrenta el país.

Durante décadas, se ha instalado la creencia de que el Estado, para cumplir su rol de protector y garante de derechos, debe expandirse sin límites, ampliando su estructura y su capacidad de intervención en la vida de los ciudadanos.

Esta lógica del "Estado presente" ha generado, paradójicamente, que termine no estando en ningún lado. Un Estado tan omnipresente en el discurso, pero tan ausente en la realidad concreta, ha creado una burocracia gigante e ineficiente que no solo limita su efectividad, sino que también se ha convertido en terreno fértil para la corrupción.

Quienes defienden la necesidad de un Estado presente suelen olvidar que el crecimiento desenfrenado del aparato estatal no garantiza mejores resultados. La idea de un Estado que interviene en todos los ámbitos de la vida económica y social resulta atractiva en la teoría, pero en la práctica, se traduce en un aparato colosal, tan grande que resulta incapaz de responder ágilmente a las necesidades de los ciudadanos. Un Estado sobredimensionado se vuelve lento, costoso y, lo que es peor, difícil de controlar. Esa misma omnipresencia que se pregona en discursos termina diluyéndose, porque el Estado, al querer estar en todos lados, termina no estando donde verdaderamente se lo necesita.

Esta contradicción ha tenido un impacto devastador en términos de transparencia. Un Estado tan grande, con una burocracia tan dispersa y opaca, es prácticamente inmanejable. Los mecanismos de control interno se ven desbordados, lo que facilita la corrupción. Cuanto más crece el Estado, más difícil se hace fiscalizar el uso de los recursos públicos, y más espacios opacos aparecen para que prosperen prácticas corruptas. La estructura se vuelve tan densa que la transparencia desaparece, y con ella, la capacidad del ciudadano de exigir cuentas.

El problema de la ineficiencia estatal no radica solo en el número de empleados públicos, sino en la estructura sobredimensionada que ha sido usada históricamente como botín político. Durante años, el aparato estatal ha crecido no en función de las necesidades reales del país, sino para satisfacer los intereses de los dirigentes políticos. El Estado se ha convertido en una máquina para repartir cargos y favores, y así perpetuar estructuras de poder. Esta lógica del "Estado presente" ha derivado en una política en la que se multiplican los cargos sin una justificación clara, y donde los organismos públicos se crean o mantienen no porque sean útiles, sino para acomodar funcionarios.

El resultado de esto es un gasto público desbordado, con el aparato estatal inflado por directores de organismos que no cumplen funciones reales, funcionarios que cobran sin trabajar y jubilaciones de privilegio. El costo de la política, tanto en los poderes legislativo como ejecutivo, es altísimo, y no responde a las necesidades del país, sino a las de los políticos que usan el Estado como fuente de ingresos y poder. Es decir, el Estado está presente para la clase política, pero ausente para los ciudadanos que requieren servicios públicos eficientes y accesibles.

Reducir este gasto político es una tarea impostergable. No se trata de debilitar las instituciones democráticas, sino de hacer un uso más racional y austero de los recursos. Si se logra reducir el costo de la política, el Estado podrá reenfocar sus recursos hacia áreas donde realmente sea necesario estar presente, en lugar de diluirse en una multiplicidad de organismos y dependencias que solo existen para alimentar el aparato político.

El Estado argentino, al querer estar en todas partes, ha terminado siendo incapaz de cumplir con su función esencial: garantizar derechos y servicios de calidad a los ciudadanos. Esta lógica de la omnipresencia estatal ha llevado a que las áreas más cruciales, como la salud, la educación y la seguridad, reciban servicios de baja calidad a un costo elevadísimo. La proliferación de normas, organismos y procedimientos ha convertido al Estado en un laberinto burocrático en el que las decisiones importantes se pierden entre trámites interminables y procesos formales sin sustancia.

Por ejemplo, el Estado argentino no ha sido capaz de modernizar su administración para adecuarse a las demandas del siglo XXI. Sigue siendo un aparato formalista, más preocupado por cumplir con normas internas que por lograr resultados. Esto es especialmente grave cuando se trata de áreas donde la eficiencia y la transparencia son fundamentales. El ciudadano se enfrenta a un Estado que debería estar para garantizarle servicios básicos y derechos, pero en la práctica, se encuentra con un sistema que parece funcionar solo para sí mismo.

La administración pública debe dejar de ser un mero aparato de formalidades y convertirse en una herramienta eficaz para lograr resultados. Si queremos un Estado que verdaderamente esté presente donde se lo necesita, necesitamos una administración moderna, que rinda cuentas y que sea evaluada por su capacidad para cumplir los compromisos asumidos. El Estado no puede estar en todas partes si quiere ser eficiente; debe concentrarse en los servicios esenciales y reducir su estructura en las áreas donde no es necesario.

Uno de los mayores problemas de un Estado tan omnipresente es la falta de transparencia. Cuanto más grande es el Estado, más difícil es vigilar su funcionamiento, y esto crea un caldo de cultivo perfecto para la corrupción. Sin transparencia, el control social se vuelve una ilusión, y las decisiones de los funcionarios públicos escapan al escrutinio ciudadano. Por eso, una de las primeras medidas para mejorar el funcionamiento del Estado debe ser garantizar una transparencia absoluta en la gestión pública. El Estado debe ser totalmente visible y accesible para el ciudadano, tanto en sus decisiones como en el manejo de los recursos públicos.

El control social es la mejor herramienta para combatir la corrupción. Si el ciudadano puede ver claramente cómo se toman las decisiones y cómo se gestionan los recursos, será mucho más difícil para los funcionarios desviar fondos o tomar decisiones en beneficio propio. Pero para que esto sea posible, necesitamos un Estado que no sea tan grande que se vuelva incontrolable.

Si Argentina quiere salir de su crisis estructural, debe modernizar su administración pública de manera urgente. Pero esta modernización no puede limitarse a simplificar trámites o reducir el número de empleados; debe ser una transformación profunda que implique un cambio en la forma en que entendemos el rol del Estado. Un Estado que verdaderamente esté presente es aquel que cumple su función de manera eficiente y que rinde cuentas a los ciudadanos.

La modernización del Estado debe ser una política de consenso, que involucre a todos los niveles de gobierno, a todos los poderes del Estado y a las distintas fuerzas políticas y sociales del país. Solo así se podrá avanzar hacia un modelo de administración pública eficiente, transparente y orientada a resultados. Además, los empleados públicos deben ser incentivados para convertirse en los agentes de este cambio, y la cultura del mérito debe reemplazar la lógica del favoritismo político.

La lógica del Estado presente, tal como se ha planteado hasta ahora, ha resultado en un Estado que, en su afán de estar en todos lados, termina no estando verdaderamente en ningún sitio. Para enfrentar las crisis actuales, necesitamos un Estado que sea más pequeño, más eficiente y más transparente. Un Estado gigantesco solo sirve a los intereses de la clase política y crea un ambiente propicio para la corrupción. Modernizar la administración pública y reducir el costo de la política no son solo opciones deseables, sino imperativas si queremos un país que funcione para los ciudadanos y no para quienes lo gobiernan.

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