Política |

La educación pública en jaque

La educación pública en Argentina ha sido desde sus inicios uno de los pilares fundamentales de la construcción de una sociedad más justa e inclusiva.

Desde la Ley 1420, sancionada en 1884, hasta la Reforma Universitaria de 1918, la nación apostó por un sistema educativo que brindara oportunidades sin distinciones, integrando a las generaciones más jóvenes en el proyecto de desarrollo y progreso nacional. Sin embargo, hoy en día, ese ideal está en serio peligro. Las universidades públicas, que durante décadas han sido faros de conocimiento y equidad social, enfrentan un ajuste que no solo amenaza la calidad educativa, sino también la vida misma de miles de estudiantes que ven su futuro comprometido.

El ajuste que se avecina, con el inminente veto presidencial que bloquearía cualquier posibilidad de recomposición salarial en 2024, es solo la punta del iceberg. Las universidades ya han denunciado que el proyecto de Presupuesto 2025 profundiza los recortes, destinando apenas la mitad de los fondos solicitados por los rectores para garantizar el funcionamiento adecuado del sistema educativo superior. Desde el Ministerio de Capital Humano, se habla de "reacomodamientos" en el Congreso, pero detrás de esas palabras frías se esconde una realidad angustiante para quienes día a día luchan por una educación digna.

Mientras tanto, los estudiantes viven la incertidumbre en carne propia. Muchos de ellos llegan a las aulas después de haber recorrido largos trayectos en transporte público, invirtiendo horas en llegar a sus universidades. Otros, en situaciones aún más precarias, caminan kilómetros porque el dinero no alcanza para pagar el boleto de colectivo. Son jóvenes que, a pesar de las adversidades, se aferran a la esperanza de que una carrera universitaria les abrirá las puertas a un futuro mejor. Pero esa esperanza, a menudo, se transforma en agotamiento y frustración.

Las historias se repiten en cada rincón del país. En la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), la más antigua de Argentina, estudiantes como Martín, de 22 años, se levantan antes del amanecer para viajar tres horas desde su pueblo hasta la ciudad capital. Él, como tantos otros, debe trabajar por las noches en un almacén para poder pagar los apuntes y los libros, mientras lucha contra el cansancio que amenaza con apagar su sueño de convertirse en ingeniero. "Hay días en que siento que ya no puedo más, pero dejar de estudiar no es una opción", cuenta Martín con los ojos llenos de determinación. A pesar del esfuerzo, sabe que su futuro depende de esa universidad que hoy está al borde del colapso financiero.

En la Universidad Nacional de Rosario (UNR), Mariana, una joven de 20 años que estudia Medicina, enfrenta otra realidad igualmente difícil. Vive en una pensión con otras cuatro compañeras porque el alquiler es demasiado caro para pagar sola. Sus padres, que viven en una zona rural del norte de Santa Fe, hacen malabares para enviarle algo de dinero todos los meses, pero no es suficiente. Para poder comer y pagar los gastos diarios, Mariana da clases particulares de biología a estudiantes secundarios. "A veces tengo miedo de que todo este esfuerzo no valga la pena, de que los recortes terminen afectando mis estudios", dice con preocupación. El aumento de los precios, el ajuste en las becas y el deterioro de los salarios docentes impactan directamente en su capacidad de continuar.

Las historias de Martín y Mariana no son excepciones. Son el reflejo de una crisis que atraviesa todo el sistema universitario y que afecta a los sectores más vulnerables. Estudiantes de familias humildes que ven cómo el Estado, en lugar de fortalecer la educación pública, parece estar retirándose lentamente de una responsabilidad histórica: garantizar que todos los jóvenes, sin importar su lugar de origen, puedan acceder a una educación de calidad. Esta tendencia, que comenzó en los años 80 según el informe de Argentinos por la Educación, ha ido profundizándose con el paso del tiempo, trasladando la carga financiera a las provincias. Las inequidades territoriales se vuelven más evidentes cada día: la posibilidad de estudiar ya no depende solo del esfuerzo individual, sino del lugar en el que naciste.

El impacto de los recortes no se detiene en las aulas. Afecta también al sistema de ciencia y tecnología, un ámbito clave para el desarrollo del país. La posibilidad de una nueva “fuga de cerebros” se cierne sobre Argentina, tal como ocurrió en otros momentos de la historia. Investigadores y científicos formados en nuestras universidades están siendo tentados por ofertas del extranjero, donde su talento es valorado y recompensado. En contraste, en el país, los salarios docentes son insuficientes para cubrir las necesidades básicas. En la UNC, jóvenes docentes como Paula, que recién empieza su carrera académica, deben hacer malabares para sobrevivir con un sueldo que apenas alcanza los 200.000 pesos por diez horas semanales de clase. Paula, como muchos otros, ha tenido que aceptar otros trabajos para llegar a fin de mes. "Amo enseñar, pero cada vez es más difícil seguir dedicando mi vida a esto", confiesa con tristeza.

El recorte no solo es una amenaza para los docentes y científicos, sino para el futuro de miles de estudiantes que ven cómo sus sueños se desvanecen ante un sistema cada vez más desigual. Las movilizaciones de docentes y estudiantes que hoy llenan las calles son una respuesta legítima a esta crisis. Aunque algunos sectores intentan capitalizar el conflicto para obtener rédito político, el trasfondo es mucho más profundo: se trata de defender la educación pública como un derecho y un bien común.

Es absurdo que en un país que se enorgullece de su tradición educativa, temas como los salarios docentes y la investigación científica tengan que discutirse en las calles, bajo pancartas y consignas. La educación no es solo una cuestión de números en un presupuesto; es la base sobre la cual se construye el futuro de una nación. Si el Estado no cumple con su rol de garante de la igualdad de oportunidades, se corre el riesgo de que la educación, lejos de ser una herramienta de movilidad social, se convierta en un privilegio reservado para unos pocos.

El sacrificio de los estudiantes y docentes no puede seguir siendo invisible. Cada día que pasa sin una solución, miles de jóvenes ven más lejano su sueño de un futuro mejor. La educación es la única vía posible para salir de la pobreza y construir una sociedad más equitativa. Si no defendemos ese principio ahora, el país corre el riesgo de perder no solo a una generación de estudiantes, sino también la oportunidad de reinventarse y enfrentar los desafíos del siglo XXI con la esperanza y la fuerza que solo el conocimiento puede brindar.

Dejá tu comentario