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La política: entre la desidia y la incompetencia

Hoy reflexionamos sobre dos fenómenos que a veces se confunden pero que tienen matices importantes: por un lado, que a la clase política no le importe nada sobre lo que le pasa a la gente y, por otro, la incompetencia para gobernar. En primer lugar, cuando decimos que a la clase política no le importa nada estamos describiendo una actitud de desafección, de desinterés o de cinismo frente a las preocupaciones reales de la gente.

Es esa distancia entre las demandas de la comunidad y las prioridades de quienes ocupan el poder. No acostumbra a implicar una incapacidad técnica para gestionar, sino una falta de empatía, una priorización de intereses ajenos o un desprecio consciente por las consecuencias humanas de las decisiones. Las consecuencias de esta desatención pueden ser profundas: desconfianza generalizada en las instituciones, menor participación cívica, descontento social acumulado, y un clima de frustración que abre la puerta a soluciones improvisadas o radicales que no abordan el bienestar a largo plazo.

En cambio, cuando hablamos de incompetencia para gobernar nos referimos a una limitación o fallo estructural en la capacidad de gestionar políticas públicas. Esto puede deberse a carencia de experiencia, a errores de diseño, a falta de recursos, a una visión incompleta de las problemáticas o a una ejecución desorganizada. La incompetencia tiene consecuencias muy concretas: incumplimiento de metas, servicios deficientes, gasto público mal dirigido, falta de continuidad en las políticas, y una menor capacidad de responder frente a crisis. A diferencia de la mera indiferencia, la incompetencia suele generar un ciclo negativo: decisiones mal hechas generan problemas reales, que a su vez erosionan la confianza, dificultan la colaboración con la sociedad civil y debilitan la legitimidad de las instituciones.

Para la gente, ambas situaciones pueden desembocar en efectos semejantes a nivel práctico, pero con orígenes distintos. En un escenario de desinterés, el daño nace de la falta de responsabilidad y de la desatención a necesidades básicas como la salud, la educación, la seguridad o el desarrollo local. En un escenario de incompetencia, el daño nace de la ineficiencia, de la planificación deficiente y de la incapacidad para aplicar políticas de manera efectiva, lo que también agrava las carencias existentes. En ambos casos, las consecuencias son notorias: aumento de la desigualdad, menor calidad de servicios públicos, menor inversión en proyectos sociales, y una sensación de estancamiento que frena el progreso de las comunidades.

Pero hay caminos a seguir para revertir o mitigar estas dinámicas. En el primer caso, cuando hay desinterés o cinismo entre la clase política, es crucial fortalecer la rendición de cuentas y la participación ciudadana. Esto implica exigir transparencia en presupuestos y decisiones, promover mecanismos de auditoría social, fortalecer la prensa y las organizaciones de la sociedad civil, y crear espacios de participación comunitaria donde las voces de los vecinos influyan en las prioridades. La educación cívica y la evaluación independiente de políticas pueden ayudar a despertar la responsabilidad y a recompensar a quienes trabajan con palabras y hechos para el bien común.

En el segundo caso, cuando hay incompetencia para gobernar, las soluciones pasan por fortalecer capacidades: capacitación continua para los gestores de políticas públicas, reorganización de estructuras, medición de resultados y establecimiento de indicadores claros y verificables. Es vital promover la coordinación interinstitucional, la adopción de buenas prácticas administrativas y la implementación de planes de contingencia para crisis. También es esencial rodear a los equipos gubernamentales de asesoría técnica, evaluar la viabilidad de proyectos antes de lanzarlos y asegurar una ejecución con control de calidad y transparencia. En ambos escenarios, la participación social, la exigencia de resultados y la construcción de alianzas entre gobierno, sociedad civil y sector privado pueden generar presión constructiva para mejorar.

Respecto a los caminos prácticos a seguir, hay tres ejes. Primero, fortalecimiento de la rendición de cuentas: publicaciones regulares de resultados, auditorías independientes y canales accesibles de queja ciudadana. Segundo, inversión en capacidades: formación continua de servidores públicos, sistemas de gestión por resultados y uso de tecnologías para seguimiento y transparencia. Tercero, empoderamiento ciudadano: promover presupuestos participativos, asambleas vecinales y observatorios ciudadanos que vigilen políticas clave como salud, educación, seguridad y desarrollo local.

La diferencia entre indiferencia y incompetencia no es solo conceptual, es práctica y afectará el día a día de las personas. Reconocer esa distinción nos ayuda a diseñar respuestas más precisas y eficaces, centradas en recuperar la confianza, mejorar los servicios y construir comunidades más justas y resilientes.

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