El exgobernador de Jujuy, Gerardo Morales, no solo dejó una provincia sumida en la pobreza, con más del 60% de su población viviendo en condiciones precarias y más del 20% en la indigencia, sino que ahora pretende retomar protagonismo político utilizando la misma estrategia que lo llevó a consolidar su poder: el espectáculo y la autocomplacencia.
El megalómano que condenó a Jujuy a la pobreza
El exgobernador de Jujuy, Gerardo Morales, no solo dejó una provincia sumida en la pobreza, con más del 60% de su población viviendo en condiciones precarias y más del 20% en la indigencia, sino que ahora pretende retomar protagonismo político utilizando la misma estrategia que lo llevó a consolidar su poder: el espectáculo y la autocomplacencia
Morales, quien no parece satisfecho con haber dejado a Jujuy en ruinas, se erige como un megalómano dispuesto a sacrificar incluso a sus propios aliados políticos con tal de mantener su notoriedad. Su gestión estuvo marcada por un férreo control del aparato político y una narrativa centrada en la supuesta modernización y progreso, mientras la realidad socioeconómica de la provincia se deterioraba drásticamente.
La llegada de líderes megalómanos al poder representa una amenaza latente para cualquier sistema democrático. Este tipo de figuras, que se consideran indispensables, erosionan los principios fundamentales de la democracia al concentrar el poder y subordinar las instituciones a sus caprichos personales. En lugar de fortalecer la participación y el pluralismo, los megalómanos desdibujan los límites entre el bien común y sus ambiciones, generando un clima político en el que la crítica y la disidencia son vistas como ataques a su autoridad. Como señala Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, "el poder corrompe, pero el poder absoluto corrompe absolutamente". Esta dinámica se manifiesta claramente en la figura de Gerardo Morales, quien, en su afán por perpetuarse en la centralidad política, ignora las consecuencias devastadoras de su gestión y pone en riesgo la estabilidad institucional.
Cuando los líderes se preocupan más por su legado personal que por el bienestar de la comunidad, la democracia se convierte en una fachada vacía, donde la voluntad de un solo hombre prevalece sobre la deliberación colectiva. Es en estos contextos donde la democracia se debilita y se abren las puertas a la autocracia, pues, como advierte Karl Popper, "el verdadero enemigo de la democracia no es la dictadura, sino la tiranía que surge cuando un líder concentra en su figura la totalidad del poder". En el caso de Morales, su actitud megalómana no solo mina la legitimidad del sistema, sino que perpetúa un modelo de gobernanza en el que el poder no es una herramienta para servir al pueblo, sino un medio para satisfacer una obsesión personal.
La figura de Gerardo Morales, lejos de ser un activo para su partido, se ha convertido en un verdadero "piantavotos" en el escenario político. Su obsesión por seguir protagonizando la vida pública, aun cuando su gestión dejó a Jujuy sumida en la pobreza y la indigencia, ha generado un desgaste en su imagen y en la de su propio espacio político. Morales, quien alguna vez se presentó como un líder fuerte y con capacidad de gestión, ahora es percibido como un político agotado, cuyas decisiones han dejado secuelas profundas en la provincia y, en consecuencia, en la credibilidad de su partido.
El problema de Morales no radica solo en su legado de pobreza y desigualdad, sino en su terquedad de querer mantenerse vigente sin renovar su discurso ni asumir las responsabilidades de su fracaso. En lugar de reconocer que su tiempo ya pasó, insiste en inaugurar obras y ocupar la escena, eclipsando cualquier intento de renovación dentro de su espacio político. Esta actitud ha generado un rechazo creciente entre sectores del electorado que ven en Morales a un político anclado en prácticas del pasado, incapaz de conectar con las demandas actuales.
En política, la percepción pública es clave, y cuando un líder se convierte en símbolo de problemas no resueltos y promesas incumplidas, su presencia en una campaña electoral puede ser más perjudicial que beneficiosa. Morales, con su insistencia en mantenerse en el centro de la escena, se ha transformado en un lastre para su partido, alimentando una imagen de continuidad con el fracaso que aleja a los votantes. Como señala Pierre Bourdieu, "la política es un campo donde los capitales simbólicos se disputan tanto como los materiales". En este caso, el capital simbólico de Morales está profundamente deteriorado, y su presencia solo amplifica las críticas y el desencanto, convirtiéndolo en un verdadero "piantavotos".
Además, su protagonismo ha generado divisiones internas y malestar entre quienes buscan una renovación y un enfoque diferente para recuperar la confianza de los votantes. Morales parece más interesado en defender su propio legado que en construir una estrategia electoral efectiva para su partido. Este tipo de liderazgo, centrado en la preservación de su imagen personal, genera un desgaste que debilita al espacio político en su conjunto. Los votantes perciben que, con Morales, lo que se ofrece no es un cambio real, sino más de lo mismo: una gestión marcada por el personalismo, la autocomplacencia y la desconexión con la realidad social.
Gerardo Morales, con su incapacidad de retirarse y ceder espacio a nuevas figuras, se ha convertido en el gran obstáculo para el relanzamiento de su partido en Jujuy. Su figura, lejos de sumar, resta, y su insistencia en perpetuar su presencia en la política no solo perjudica sus propias aspiraciones, sino que arrastra a su espacio hacia una derrota anunciada. En tiempos donde los electores buscan alternativas y respuestas a problemas estructurales, Morales representa todo aquello que el votante quiere dejar atrás.
Durante su mandato, las brechas sociales se ampliaron y las políticas públicas se tornaron en un instrumento de perpetuación personal en el poder. Morales cultivó una imagen de gran ejecutor, inaugurando obras que, más allá del corte de cinta, poco o nada mejoraron la vida de los jujeños. En un contexto donde la pobreza alcanzó niveles alarmantes, Morales prefirió centrarse en la autopromoción. Sus discursos estuvieron siempre plagados de un narcisismo desmedido, donde cada acción era vista como un logro personal. La infraestructura que construyó no era más que un monumento a su propia vanidad, mientras la calidad de vida de los ciudadanos de Jujuy continuaba en picada.
Hoy, Morales busca nuevamente ser el protagonista, pero esta vez su estrategia no se basa solo en la promoción de su figura, sino en un sabotaje sutil a la gestión actual, que pertenece a su mismo signo político. Con una audacia insólita, sigue inaugurando obras y marcando agenda, eclipsando las acciones del gobierno vigente. Su afán por mantenerse en el centro del escenario político revela una conducta megalómana: no importa el costo ni las consecuencias, Morales sigue creyendo que la política gira en torno a él.
Este comportamiento no solo expone su ambición desmedida, sino también su incapacidad para aceptar que su tiempo ha pasado. En lugar de apoyar a su sucesor, opta por socavarlo, buscando que cualquier logro que se produzca bajo la nueva gestión lleve su nombre. Esta actitud destructiva no es solo perjudicial para el gobierno actual, sino para la provincia en su conjunto, que continúa atrapada en las luchas internas de una dirigencia más preocupada por sus egos que por resolver los problemas estructurales.
El análisis de su liderazgo no puede pasar por alto su tendencia a proyectar una imagen de sí mismo como el gran salvador. Morales parece convencido de que solo él tiene la capacidad de guiar a Jujuy hacia el progreso, ignorando deliberadamente que su legado es un desastre social y económico. Este tipo de conductas revela un patrón propio de quienes creen estar destinados a ocupar una posición de poder permanente.
El exgobernador muestra, además, un desprecio absoluto por la alternancia y la renovación. Su insistencia en mantenerse en la palestra política inaugura un nuevo ciclo de tensiones internas dentro de su propio partido, lo que a la larga puede derivar en la fractura de alianzas estratégicas. Morales parece estar dispuesto a arrastrar a todos en su ambición de seguir siendo la figura central, sin importar cuán dañino sea su proceder.
Gerardo Morales representa un caso clásico de megalomanía en la política argentina. Su afán de centralidad, incluso a costa de los intereses de su propia fuerza, lo coloca como un líder incapaz de ceder espacios, obsesionado con la perpetuación de su figura. El deterioro de Jujuy bajo su mandato es prueba fehaciente de que su estilo de gobernar estuvo lejos de priorizar el bienestar común. Ahora, en un nuevo capítulo de su carrera, Morales busca desesperadamente volver a capturar los reflectores, sin reparar en los efectos nocivos de su accionar para la provincia y para el país.