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Cuando los grotescos privilegios políticos minan la responsabilidad fiscal

En cualquier sociedad democrática, el contrato social que rige la relación entre el ciudadano y el Estado se sostiene sobre un principio básico: la confianza.

En cualquier sociedad democrática, el contrato social que rige la relación entre el ciudadano y el Estado se sostiene sobre un principio básico: la confianza. Los ciudadanos aceptan pagar impuestos, tasas municipales y contribuir al sostenimiento de los servicios públicos porque, en teoría, confían en que esos recursos serán administrados con responsabilidad y en beneficio de todos. Sin embargo, cuando esa confianza se quiebra, se genera una crisis que va más allá de lo fiscal. Las personas dejan de sentirse comprometidas con el Estado, se resisten a cumplir con sus obligaciones tributarias, y la cohesión social se resquebraja.

En Jujuy, este fenómeno es cada vez más palpable, y la percepción generalizada de que los políticos gozan de privilegios grotescos, mientras el ciudadano común lucha por sobrevivir, agrava la situación de manera dramática.

El sistema impositivo en cualquier país se basa en la colaboración entre el Estado y sus ciudadanos. Los contribuyentes aceptan pagar impuestos con la expectativa de recibir a cambio servicios públicos esenciales, infraestructura de calidad y mejoras en su bienestar general. Pero en Jujuy, esta colaboración se ha convertido en una guerra de trincheras. La gente siente que paga cada vez más, mientras que las calles siguen llenas de baches, los hospitales colapsan y las escuelas públicas carecen de los recursos más básicos. La pregunta es obvia: ¿Dónde está el dinero que recaudan los gobiernos?

A esta frustración se suma la percepción, cada vez más evidente, de que mientras los ciudadanos comunes enfrentan dificultades económicas crecientes, los políticos continúan disfrutando de una serie de privilegios insultantes. Esos beneficios, que incluyen sueldos desproporcionados, jubilaciones de privilegio, choferes y asesores pagados con fondos públicos, autos oficiales de alta gama y viajes de lujo, alimentan la desconfianza social. En este contexto, ¿cómo puede alguien esperar que los ciudadanos continúen pagando impuestos con disciplina si sienten que están financiando una élite política desconectada de la realidad?

La falta de transparencia en la gestión de los recursos públicos ha erosionado gravemente la legitimidad de los gobernantes. Los escándalos de corrupción, las obras públicas que se anuncian pero nunca se terminan y la ineficiencia en la prestación de servicios esenciales han minado la confianza de la ciudadanía. El problema no solo radica en la falta de obras visibles, sino también en la percepción de que el dinero que se recauda se destina a alimentar un aparato político pesado y corrupto, en lugar de satisfacer las necesidades de la población.

La sociedad observa con resignación cómo, mientras se le pide ajustar el cinturón y aceptar nuevas subas impositivas, la clase política sigue ostentando privilegios que en muchos casos resultan grotescos. Este contraste entre el esfuerzo del ciudadano común y el despilfarro en la cúpula del poder no solo es moralmente cuestionable, sino que pone en riesgo la viabilidad del sistema impositivo. ¿Cómo convencer a una sociedad a cumplir con sus obligaciones fiscales cuando los mismos que imponen las reglas se benefician de ellas sin límites?

Ante el creciente déficit fiscal y la falta de recursos, los gobiernos, tanto a nivel nacional como municipal, han optado por una solución que parece sencilla: aumentar la presión fiscal. Nuevos impuestos, subas en las tasas municipales, recargos sobre servicios esenciales, y hasta multas para aquellos que no cumplen con las fechas de pago, son solo algunas de las medidas implementadas en los últimos años. Sin embargo, esta estrategia no solo es insuficiente, sino que resulta profundamente contraproducente.

A medida que la carga impositiva aumenta, la resistencia de los ciudadanos también crece. La gente percibe que está siendo forzada a pagar más por servicios que no mejoran, y que buena parte de su esfuerzo se destina a sostener un aparato político lleno de privilegios. Esta situación genera un círculo vicioso: la recaudación baja porque la gente evade o simplemente no puede pagar, y el Estado responde con más impuestos para compensar, lo que a su vez alimenta la evasión y la desconfianza.

Uno de los pilares que sostienen la disciplina tributaria es la reciprocidad. Los ciudadanos pagan impuestos con la esperanza de que esos fondos se traduzcan en obras y servicios que mejoren su calidad de vida. Sin embargo, en muchas ciudades de Argentina, esta expectativa se ha convertido en una quimera. Las calles están en mal estado, los hospitales públicos carecen de insumos, las escuelas enfrentan una falta crónica de recursos, y servicios esenciales como el transporte o la recolección de residuos funcionan de manera irregular o directamente fallan.

La ineficiencia en la gestión pública es evidente. ¿Cómo justificar el pago de tasas municipales si las calles siguen llenas de basura o si los niños deben faltar a clases porque el transporte público está paralizado? Este deterioro visible de la infraestructura y los servicios básicos es uno de los factores clave en la ruptura de la confianza entre el Estado y la sociedad. Las personas sienten que están pagando por algo que nunca reciben, y la respuesta lógica es resistir a seguir financiando lo que perciben como un sistema fallido.

La persistente negativa de la clase política a renunciar a sus privilegios es uno de los factores más corrosivos en esta crisis de confianza. Mientras que el ciudadano común enfrenta una inflación que devora sus ingresos, sueldos congelados y un costo de vida en aumento, los políticos continúan disfrutando de beneficios desmesurados. Sueldos que superan varias veces el promedio de la población, jubilaciones anticipadas y con montos exorbitantes, viáticos y gastos de representación sin control, entre otros. Estos privilegios no solo son inmorales, sino que resultan insultantes para una sociedad que está cada vez más ahogada por la presión fiscal.

La desconexión entre la clase política y la realidad de la gente común es flagrante. Los políticos parecen vivir en un mundo paralelo, ajenos a las dificultades diarias que enfrentan sus conciudadanos. Y lo que es peor, en lugar de tomar medidas para reducir sus privilegios y alinearse con el sacrificio que se le pide al resto de la sociedad, insisten en mantener estos beneficios como si fueran derechos adquiridos inalienables. Esta actitud no solo genera desconfianza, sino que mina la legitimidad del sistema político en su conjunto.

El primer paso para reconstruir la confianza y restaurar la disciplina tributaria es que los gobernantes asuman su responsabilidad. No se puede seguir exigiendo más esfuerzos a una sociedad ya agobiada mientras los políticos mantienen sus privilegios intactos. Es necesario que haya una reducción significativa en los beneficios de la clase política, y que esos recursos se redirijan a donde realmente se necesitan: en obras públicas, en educación, en salud, en servicios que mejoren la vida de la gente.

Además, la transparencia en la gestión de los recursos es fundamental. La opacidad en el uso de los fondos públicos solo alimenta la desconfianza. Los ciudadanos necesitan saber en qué se gasta su dinero, y ver resultados concretos. Esto no significa solo grandes obras de infraestructura, sino también mejoras visibles en los servicios cotidianos que hacen a la calidad de vida.

La crisis de confianza entre los ciudadanos y sus gobernantes en materia tributaria es un reflejo de una desconexión más profunda. La sociedad está cansada de pagar más por recibir menos, y de ver cómo sus representantes viven en una burbuja de privilegios ajenos a la realidad. Si los gobernantes no toman medidas urgentes para revertir esta situación, no solo continuarán perdiendo legitimidad, sino que también pondrán en peligro la estabilidad del sistema impositivo y, con él, la capacidad del Estado para funcionar.

La solución no pasa por aumentar impuestos ni por presionar más a los ciudadanos. Pasa por recuperar la confianza. Y eso solo se logrará con transparencia, con eficiencia en la gestión de los recursos, y con un compromiso real de la clase política de reducir sus privilegios y alinearse con el sacrificio que se le pide al resto de la sociedad. Solo entonces se podrá reconstruir el contrato social que sostiene a cualquier democracia moderna.

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