El 28 de agosto de 1963, hace cincuenta y nueve años, Martin Luther King habló ante doscientas cincuenta mil personas en las escalinatas del monumento a Abraham Lincoln, para cerrar la Marcha por el Trabajo y la Libertad. Pasó a la historia como “Yo tengo un sueño”, porque King usó con extrema habilidad un recurso de la retórica que consiste en reiterar una frase, sin caer en la redundancia, para fijar una idea. La música lo sabe desde hace mucho, Bach lo sabía. Y Luther King recurrió a Bach con astucia: “Yo tengo el sueño de que un día en las coloradas colinas de Georgia los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad (…) Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”
Ese fue el tono. Y esas fueron sus aspiraciones.
Luther King le hablaba a un país que tenía todavía una deuda histórica con la comunidad afroamericana, una deuda que se había comprometido a pagar en la declaración de su independencia, que afirmaba que todos los hombres eran iguales. Una deuda que había sido prometida pagar después de la sangrienta Guerra Civil entre el Norte y el Sur que puso fin a la esclavitud en el Sur, pero no puso fin a la segregación racial. Ese fue el cuidado compromiso que ató con finísima seda Abraham Lincoln al terminar la Guerra Civil y meses antes de morir asesinado en Washington. No más esclavitud, pero en el Sur tratamos a los negros como se nos antoja: no te metas con Texas, rezan aún hoy algunos carteles de “bienvenida” en los pueblos rurales profundos.
La participación de soldados negros en la Segunda Guerra había despertado también el reclamo de igualdad que encarnaba Luther King. Los prejuicios pegaban de lleno a la gente de color, aunque no eran los únicos en padecerlos. En 1963, el presidente John Kennedy recordaba que su candidatura había sido cuestionada porque era católico. De hecho, fue el primer católico en llegar a la Casa Blanca. Kennedy había dicho a sus críticos: “Qué extraño, cuando me reclutaron para la guerra a nadie le importó mi religión”. Pero los negros no tenían siquiera la posibilidad de expresar esa verdad simple y clara, la de haber sido reclutados para las trincheras sin que a nadie le importara el color de la piel. Fue Luther King quien lo hizo en su fantástico discurso.
La segregación racial se había agudizado en Estados Unidos en 1963, tanto, como tantos eran los reclamos de la sociedad civil negra, que carecían de los derechos más elementales. No podían votar en muchos estados del Sur, y cuando Kennedy aligeró las normas de inscripción en el registro de votantes, una condición indispensable para ejercer ese derecho, en muchos estados sureños decidieron tomar examen a quienes querían inscribirse. Las pruebas consistías en pruebas de alfabetización hasta preguntas específicas sobre la Constitución de Estados Unidos, dirigidas a una población condenada al analfabetismo porque regían estrictas normas raciales en la educación.
Los chicos negros no podían ir a escuelas para blancos. Ni asistir a los servicios religiosos en iglesias “blancas”; tampoco podían entrar a ciertos locales, bares o almacenes, señalados con un letrero “Only white people - Sólo para blancos”; en las estaciones de micros y de trenes, los bebederos públicos estaban divididos en dos, uno señalado por un letrero: “Colored people”; los empleos eran otorgados según el color de la piel, y sólo los peores estaban destinados a los negros, al igual que los peores sueldos; el índice de desocupación de los negros era el doble que el de los blancos; en los micros y colectivos, los negros debían sentarse en la parte trasera porque la delantera estaba reservada a los blancos; presenciar un partido de básquet interracial, como es tan común ver hoy, no era posible porque, además, las universidades, semillero de los profesionales, también impedían estudiar a los negros. Además, en los años 60, la organización terrorista conocida como Ku Klux Klan, racista y xenófoba, perseguía y asesinaba a los negros.
Luther King llegó a Washington aquel 28 de agosto con la sombra de terribles crímenes cometidos por los KKK. En 1955 Emmett Till, un chico negro de catorce años, había sido linchado y quemado vivo por haber silbado, supuestamente, al paso de una mujer blanca; ese año también habían muerto asesinados el pastor activista George W. Lee y Lamar Smith, un activista por los derechos civiles. Cuando en diciembre de ese año Rosa Parks, una mujer negra, se sentó en la parte delantera de un micro en Montgomery, Alabama, y se negó a cederlo a un hombre blanco y marchar a sentarse parte trasera con una lógica de hierro: “Estoy cansada”, fue a parar a la cárcel. El cansancio de Rosa Parks no era sólo físico.
Fue para entonces que un joven reverendo negro, Martin Luther King declaró un boicot a la compañía de micros. También fue a parar a la cárcel, tenía veintiséis años. El boicot duró trescientos ochenta y dos días. Los negros organizaron un sistema de viajes compartidos o iban a pie, muchos caminaban más de treinta kilómetros, hasta sus lugares de trabajo. La casa de King fue atacada con bombas incendiarias el 30 de enero de 1956, al igual que la del reverendo Ralph Abernathy, que actuaba codo a codo con King; cuatro iglesias negras fueron destruidas también por bombas incendiarias. Los boicoteadores fueron perseguidos y apaleados por el KKK, pero los cuarenta mil negros de Montgomery siguieron adelante hasta que el 13 de noviembre de 1956 la Corte Suprema d ellos Estados Unidos declaró ilegal la segregación en autobuses, escuelas y otros sitios públicos.
Para entonces, Luther King ya estaba en la mira del FBI dirigido por J. Edgar Hoover, que desataría sobre él una brutal campaña de hostigamiento y amenazas que se prolongó durante más de una década.
Martin Luther King no se llamaba Luther. Había nacido el 15 de enero de 1929 como Michael King Jr. en Atlanta, Georgia, uno de los escenarios claves de la Guerra Civil. Era hijo del primer pastor activista por los derechos civiles, Michael King Sr. Sólo que en 1934, cuando la familia viajó a Europa, el padre decidió adoptar, para él y para su hijo de cinco años, el Martin Luther, en honor de Martín Lutero, el sacerdote y teólogo católico que había revolucionado la Iglesia Católica con su Reforma.
La larga lucha de Luther King por los derechos civiles de los afroamericanos, había vivido su hora más difícil, y pasó por varias, en Birmingham, también en Alabama, una ciudad con el treinta y cinco por ciento de la población negra, que era la cuna de la segregación racial. El nivel de vida de los negros era menos de la mitad que el de los blancos. Salarios incluidos. La ciudad no tenía policías, bomberos, comerciantes, directores, empleados de bancos que fuesen negros. Una secretaria negra no podía trabajar para un empleador blanco. La población masculina negra sólo tenía para sí trabajos manuales, artesanales o en las acerías. Cincuenta atentados racistas registrados a lo largo de quince años y nunca aclarados, le habían dado a la ciudad el mote de “Bombingham”.
Una campaña de boicot, resistida por la dirigencia económica local, hizo que Luther King organizara una serie de manifestaciones no violentas como sentadas en restaurantes o bibliotecas reservadas a los blancos; o participación de gente negra en los servicios religiosos de las iglesias reservadas a los blancos, puso como objetivo, en palabras de King, “la acción directa generalizada que abra en forma inevitable la puerta de las negociaciones”. Lo metieron preso el 13 de abril de 1962. En la cárcel escribió la famosa “Carta desde la cárcel de Birmingham – Letter from Birmingham Jail”, un ensayo que define su lucha contra la segregación y los fines que persigue con esa lucha. La hizo pública la mujer de King, Coretta, con quien tenía cuatro hijos. Y recibió el apoyo directo del presidente Kennedy, de su mujer Jacqueline: fue liberado una semana después.
El 2 de mayo una manifestación pacífica de la población negra, en su mayoría adolescentes y jóvenes, fue reprimida con ferocidad por la policía que usó mangueras de alta presión y perros. Fue un escándalo, las imágenes recorrieron el mundo, mostraron la profundidad de la lucha racial, que fue comparada con el apartheid de Sudáfrica. El gobernador de Alabama, George Wallace, envió a la policía estatal para apoyar el jefe policial de Birmingham. El ministro de justicia, Robert Kennedy, hermano del presidente, envió a la Guardia Nacional para evitar un desastre: una bomba había dañado un hotel que había alojado a Luther King, otra dañó la casa del hermano de King, lo que derivó en una manifestación contra la policía. El 21 de mayo renunció el alcalde de la ciudad, fue relevado el jefe de la policía local y, en junio, todos los carteles segregacionistas fueron eliminados y los lugares públicos abiertos a la población negra.
Así llegó Luther King a Washington, el punto culminante de la Marcha por el Trabajo y la Libertad que planteaba demandas específicas: el fin de la segregación racial en las escuelas públicas; una legislación sobre derechos civiles, que Kennedy había impulsado en junio de ese mismo año, otra ley que prohibiese la discriminación en el mundo laboral, protección policial para los activistas por los derechos civiles, un salario mínimo de dos dólares para todos los trabajadores sin distinción.
Luther King dio por presentadas todas las demandas y decidió hablar a la sociedad americana y al mundo. Tenía un sueño. Y también una estrategia. Hablar a la sombra de Lincoln le llevó a intercalar en su discurso los fragmentos bíblicos que se tenía reservados como pastor, con los postulados que habían inspirado la Declaración de la Emancipación que puso fin a la esclavitud en Estados Unidos en 1863, y de la que se cumplían cien años.
Empezó por citar a Lincoln, su Declaración de Emancipación que había sido “como un amanecer de alegría para terminar la larga noche del cautiverio” y denunciar luego: “Cien años después, la vida del negro es todavía minada por los grilletes de la discriminación. Cien años después, el negro vive en una solitaria isla de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material. Cien años después, el negro todavía languidece en los rincones de la sociedad estadounidense y se encuentra a sí mismo exiliado en su propia tierra”.
La técnica oratoria de reiterar frases sin caer en redundancias y para fijar una idea, que tiene un nombre técnico, anáfora, aparece ya en las primeras frases del discurso de Luther King: “Cien años después”. Enseguida expresó la necesidad de cambios urgentes, también con una expresión reiterada: “Ahora es el tiempo”. “También hemos venido a este lugar sagrado para recordarle a Estados Unidos la urgencia feroz del ahora. Este no es tiempo para entrar en el lujo del enfriamiento o para tomar la droga tranquilizadora del gradualismo. Ahora es el tiempo de elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación hacia el iluminado camino de la justicia racial. Ahora es el tiempo de elevar nuestra nación de las arenas movedizas de la injusticia racial hacia la sólida roca de la hermandad. Ahora es el tiempo de hacer de la justicia una realidad para todos los hijos de Dios. Sería fatal para la nación pasar por alto la urgencia del momento. Este sofocante verano del legítimo descontento del negro no terminará hasta que venga un otoño revitalizador de libertad e igualdad. 1963 no es un fin, sino un principio. Aquellos que piensan que el negro sólo necesita evacuar su frustración y que ahora permanecerá contento, tendrán un rudo despertar si la nación regresa a su rutina.”
A esta altura del discurso, Luther King lo había convertido en un sermón, en una pieza religiosa, en un llamado a la lucha pacífica, amenazó, pero cubrió la amenaza con las vestimentas de la paz: “No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que el negro tenga garantizados sus derechos de ciudadano. Los remolinos de la revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que emerja el esplendoroso día de la justicia. Pero hay algo que debo decir a mi gente, que aguarda en el cálido umbral que lleva al palacio de la justicia: en el proceso de ganar nuestro justo lugar no deberemos ser culpables de hechos erróneos. No saciemos nuestra sed de libertad tomando de la copa de la amargura y el odio. Siempre debemos conducir nuestra lucha en el elevado plano de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra protesta creativa degenere en violencia física (…)”.
Luther King hablaba a una multitud multiétnica y multicultural; había entre aquellas doscientas cincuenta mil personas blancos, negros, asiáticos, católicos, judíos, islámicos, protestantes, evangélicos, ateos. El reverendo luchador lo sabía. Era consciente también de que hablaba al mundo y lo hacía con una voz y una entonación de salmodia, en un inglés expresado casi sílaba por sílaba.
Advirtió que se acercaba una era de inconformismo, y que ese inconformismo se iba a manifestar de muchas formas. De nuevo recurrió a la reiteración de frases porque se acercaba el clímax de su discurso: “Hay quienes preguntan a los que luchan por los derechos civiles: ‘¿Cuándo quedarán satisfechos?’ Nunca estaremos satisfechos mientras el negro sea víctima de los inimaginables horrores de la brutalidad policial. Nunca estaremos satisfechos en tanto nuestros cuerpos, pesados por la fatiga del viaje, no puedan acceder a un alojamiento en los moteles de las carreteras y los hoteles de las ciudades. No estaremos satisfechos mientras la movilidad básica del negro sea de un gueto pequeño a uno más grande. Nunca estaremos satisfechos mientras a nuestros hijos les sea arrancado su ser y robada su dignidad con carteles que rezan: ‘Solamente para blancos’. No podemos estar satisfechos y no estaremos satisfechos en tanto un negro de Mississippi no pueda votar y un negro en Nueva York crea que no tiene nada por qué votar. No, no estamos satisfechos, y no estaremos satisfechos hasta que la justicia nos caiga como una catarata y el bien como un torrente.”
Entonces, dijo cuál era su sueño, el alma de su pieza oratoria: “Yo tengo un sueño de que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: ‘Creemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales’. Yo tengo el sueño de que un día en las coloradas colinas de Georgia los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad”.
“Yo tengo el sueño de que un día incluso el estado de Mississippi, un estado desierto, sofocado por el calor de la injusticia y la opresión, será transformado en un oasis de libertad y justicia. Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”
“Yo tengo el sueño de que un día, allá en Alabama, con sus racistas despiadados, con un gobernador cuyos labios gotean con las palabras de la interposición y la anulación; un día allí mismo en Alabama, pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas. ¡Yo tengo un sueño hoy!”
“Yo tengo el sueño de que un día cada valle será exaltado, cada colina y montaña será bajada, los sitios escarpados serán aplanados y los sitios sinuosos serán enderezados, y que la gloria del Señor será revelada y toda la carne la verá al unísono. Esta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la que regresaré al sur. Con esta fe seremos capaces de esculpir en la montaña de la desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las discordancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a prisión juntos, de luchar por nuestra libertad juntos, con la certeza de que un día seremos libres.”
Si bajo aquel sol de fin del verano, la multitud deliraba, en la Casa Blanca el discurso de Martin Luther King era seguido con admiración y con inquietud. Kennedy había decidido recibir a King y a los suyos al caer la tarde. Si bien el presidente lo había apoyado en sus años de lucha, había pedido por su libertad cuando estuvo encarcelado y no ocultaba ni su respeto ni su admiración, la proporción de la enorme manifestación y el filo envainado de las palabras del pastor, ponían a Kennedy sobre alerta. Debía lograr que en su gestión fuese sancionada la Ley de Derechos Civiles, que era su gran aspiración.
Con Lincoln a sus espaldas, King terminó su sermón, su alabanza, su mensaje, su arenga, lo que fuere. “Entonces dejen resonar la libertad desde las prodigiosas cumbres de Nueva Hampshire. Dejen resonar la libertad desde las grandes montañas de Nueva York. Dejen resonar la libertad desde los Alleghenies de Pennsylvania. Dejen resonar la libertad desde los picos nevados de Colorado. Dejen resonar la libertad desde los curvados picos de California. Dejen resonar la libertad desde las montañas de piedra de Georgia. ¡Dejen resonar la libertad de la montaña Lookout de Tennessee. Dejen resonar la libertad desde cada colina y cada montaña de Mississippi, desde cada ladera, dejen resonar la libertad!”
“Y cuando esto ocurra, cuando dejemos resonar la libertad, cuando la dejemos resonar desde cada pueblo y cada caserío, desde cada estado y cada ciudad, seremos capaces de apresurar la llegada de ese día en que todos los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, serán capaces de unir sus manos y cantar las palabras de un viejo espiritual negro: ‘¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres! Gracias a Dios todopoderoso, ¡por fin somos libres!”.
El historiador Richard Reeves, en su fantástica biografía política de la presidencia de Kennedy, cuenta que, luego de la entusiasta manifestación y de su fantástico discurso, Luther King, y una delegación de la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), fue recibido por Kennedy en la Casa Blanca.
-Oiga, Reverendo -quiso saber Kennedy- ¿de dónde sacó las ideas para su discurso de hoy?
Y Luther King: -De los discursos suyos, señor Presidente.
De alguna forma, la pieza oratoria “Yo tengo un sueño”, también fue la oración fúnebre de aquella década que empezó con sueños de libertad y terminó en los pantanos de la guerra y el crimen político.
Tres meses después de la Marcha sobre Washington y del célebre discurso de Luther King, John Kennedy fue asesinado en Dallas, Texas, a los cuarenta y seis años. El 2 de julio de 1964, el sucesor de Kennedy, Lyndon Baines Johnson, firmo la Ley de Derechos Civiles que prohibió la discriminación en el empleo basada en la raza, el género, la religión o el origen nacional. Al año siguiente sancionó la Ley de Derechos Electorales que prohibió las pruebas de alfabetización y creó derechos de votos para todos los ciudadanos con independencia de su raza.
Martin Luther King, que en 1964 había ganado el Premio Nobel de la Paz, fue asesinado el 4 de abril de 1968 en Memphis. Tenía treinta y nueve años. Dos meses después, fue asesinado Robert Kennedy, el ex ministro de Justicia de su hermano John, cuando se perfilaba como candidato demócrata a la presidencia en las elecciones de ese año. Tenía cuarenta y dos años.
El 20 de enero de 2009, cuarenta y cinco años y seis meses después de “Yo tengo un sueño” de Martin Luther King, Barack Obama se convirtió en el primer descendiente de afroamericanos en ser presidente de los Estados Unidos. Fue reelecto en noviembre de 2012.
Las palabras finales del viejo espiritual negro y de “Yo tengo un sueño”, “¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres! Gracias a Dios todopoderoso, ¡por fin somos libres!” están labradas en la piedra de la tumba de Martin Luther King en el parque nacional que lleva su nombre en Atlanta, Georgia, su tierra natal.