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200 años de Baudelaire: la rebeldía inalterable de un poeta en llamas

Nació y murió en Francia, donde escribió unos cuantos libros y sufrió la moral de una época que no comprendió su genialidad. Hoy es reivindicado como uno de los grandes autores de la historia moderna. En esta nota, un recorrido por su vida y por esas obsesiones que transformó en literatura.

DOS SIGLOS DE BAUDELAIRE

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Charles Baudelaire es la persona apoyada contra la pared, en la esquina, de día y de noche, observando con desconfianza la celebración masiva del progreso del mundo. Frunce el ceño y hace de su mirada un proceso activo. No es un voyeur que convulsiona detrás del vidrio. Es el flâneur que recorre las calles, pisa los charcos de barro y embadurna su cuerpo con marginalidad. Mientras, escribe; corre los mechones de su cabello detrás de su oreja y anota versos en el papel iluminado por la luz de una vela. Juega con las palabras que, juntas, agrupadas, auscultan “la dulzura que fascina y el placer que mata”. En esa muerte tan cercana, tan latente y tan auténtica que se agranda como una sombra incierta cuando el hedonismo se radicaliza, Baudelaire encuentra una profunda e insoslayable verdad: vivir es asumir la contradicción, pero su época se niega a admitirlo. Ahí Baudelaire teje una poética minuciosa, atrevida, valiente. Ahí Baudelaire cambia la literatura para siempre.

Sobre la rue Hautefeuille, en París, el 8 de abril de 1821 —hace exactamente 200 años— Caroline Dufaÿs, a sus 27, daba a luz a su único hijo: Charles Pierre. Ella nació en Londres, hija de franceses exiliados, y quedó huérfana a los siete años. La adoptó el abogado Aisne Pierre Pérignon, que más tarde sería diputado, y su esposa Louise Coudougnan. Uno de los amigos de la pareja, viudo reciente, Joseph-François Baudelaire, cuando ella tenía 26 y él 60, le ofrece casamiento; y se casan. Al año siguiente nace el futuro poeta. Pero Baudelaire padre merece una microhistoria: provenía de una familia de viticultores, se convirtió en sacerdote, escribió un manual de latín, enseñó a niños dibujo y pintura, dejó los hábitos, se casó con una pintora, Jeanne Justine Rosalie Janin, tuvo un hijo, Claude Alphonse, trabajó en el Senado, enviudó en 1814, se volvió a casar, dijimos, en 1819, nació su segundo hijo y murió al poco tiempo, en 1827. Charles Baudelaire tenía cinco años cuando perdió a su padre.

La infancia de los poetas siempre es rara. ¿Por qué la de Baudelaire debería ser distinta, es decir, normal? Su madre, perseguida por fantasmas y deudas, se vuelve a casar. Su nuevo marido es Jacques Aupick, cuarenta años, comandante, futuro embajador, un hombre recto que se opondría a los arrebatos libertarios de su hijastro. “A sus ojos, su padrastro encarna los obstáculos a todo lo que ama: la poesía, los sueños y, más en general, la vida sin contingencias. Pero ese odio se debe, principalmente, a que le quitó parte del afecto de su madre. Sólo una persona realmente importaba en la vida de Charles Baudelaire: su madre”, escribieron Claude Pichois y Jean Ziegler en la biografía de 1987 titulada simplemente Baudelaire. Lo ascienden en el Ejército y parte, con su familia, los tres, a Lyon. Son cuatro años. Baudelaire estudia en el Collège Royal. Otro ascenso militar y vuelven a París. Para entonces su madre ya está mimetizada con la personalidad puritana de su marido.

Para 1936, Baudelaire tiene 15 años y un traje nuevo que le queda grande. Comparte cuarto en el Collège Louis-le-Grand donde estudian Charles Augustin Sainte-Beuve, André Chénier y Alfred de Musset, todos futuros escritores. Consigue el título de Bachiller superior pero lo echan. No hay registros del motivo; todos los biógrafos apuntan a un problema de conducta: resistencia a la disciplina del colegio. Las cosas cambian, o se profundizan, cuando se anota en la Facultad de Derecho. Año 1840, el Barrio Latino de París —es el barrio de los estudiantes universitarios y se llamaba así por el uso intenso, al menos en el siglo XVII, cuando se popularizó el nombre, del idioma latín— es un oasis cultural e intelectual. Ahí conoce escritores como Louis Ménard, Balzac, Gérard de Nerval, Gustave Levavasseur, Ernest Prarond y Théodore de Banville. Y aparece la noche como un terreno habitable: las tertulias, los prostíbulos, el vino, el hachís, el opio, la bohemia. Y, por supuesto, el amor.

Su familia —su madre y su padrastro— esperan de él una carrera diplomática, pero se niega. Entonces lo meten en un barco lleno de comerciantes y militares rumbo a Calcuta. Sale de Burdeos el 9 de junio de 1841. Del otro lado, tras 18 meses de viaje, le espera una vida decente: un empleo, un salario, estabilidad. En ese viaje escribe El Albatros, un poema que luego será incluido en Las flores del mal. Describe los albatros, familia de aves marinas enormes “que siguen, indolentes compañeros de viaje, / al navío que se desliza por los abismos amargos”. Como una diversión, los marineros intentan cazarlas y cuando lo hacen ya no son esas aves blancas, gigantes, hermosas, que surcan el cielo con elegancia, sino un animal “torpe”, “débil”, “feo”. Concluye así: “El poeta se parece al príncipe de las nubes / que frecuenta la tempestad y se ríe del arquero; / exiliado en el suelo en medio de abucheos, / sus alas gigantes le impiden caminar”. No completa el viaje, en febrero de 1842 se baja en la Isla de Mauricio.

Ese año, al volver a París, conoce a su gran amor, su musa —figura clave del poeta romántico—, Jeanne Duval, una actriz y bailarina morena nacida en Haití. A ella le escribe La cabellera, una declaración extasiada de amor y deseo; concluye así: “¿No eres el oasis donde sueño, y la calabaza / donde a grandes sorbos el vino del recuerdo?”. Este poema, publicado en 1957 en el libro Las flores del mal, es uno de los que un tribunal catalogó como “ofensas a la moral pública y las buenas costumbres”. Por tal motivo, Baudelaire fue procesado. Sobre eso escribió: “Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad (...) me recuerdan a Louise Villedieu, una prostituta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”.

La multa fue de 300 francos y la supresión de seis poemas que en la segunda edición del libro de 1961 fueron agregados. Uno de esos poemas, que también le escribe a Duval, es Una carroña: quizás el más emblemático de su obra a nivel conceptual. “Zumbaban las moscas sobre este vientre pútrido / del cual salían negros batallones / de larvas que manaban como un líquido espeso / por aquellos vivientes andrajos”. Lo que describe el poeta es un cadáver en medio de la calle. ¿Desde cuándo un cuerpo en pleno estado de descomposición puede ser retratado con semejante belleza? El narrador camina junto a su pareja y le dice: “Tú serás igual que esta basura / que esta horrible infección”. Frente a la eternidad y al amor para toda la vida, el poeta dice: “Entonces, oh belleza mía, di a los gusanos / que te comerán a besos, / ¡que he guardado la forma y la esencia divina / de mis amores descompuestos!”. Entre la vida y la muerte, entre la belleza y la fealdad, Baudelaire devela el mundo.

La belleza es un tema recurrente en su obra. En el siglo XVIII, conocido como el Siglo de las Luces, ese gran movimiento cultural e intelectual europeo que fue la Ilustración propició la secularización del mundo: con la caída de la visión sagrada como única forma de pensar la vida, hizo de la razón una verdad. Pero ahora estamos en el siglo XIX y no es sólo Baudelaire el que encuentra allí un problema. También, por ejemplo, el pintor Francisco de Goya, con su grabado El sueño de la razón produce monstruos. ¿Hacia dónde nos lleva la racionalidad como modelo de perspectiva? Baudelaire escribe contra la “belleza racional” de su época. Sus poemas se sitúan en el exceso, en el éxtasis, porque radicalizan esa belleza hasta que los márgenes se vuelvan dudosos, extraños, adictivos. “Goya es siempre un artista grande y a menudo espantoso”, escribió en una revista de la época llamada Le Présent. Ese espanto es, para él, “el amor de lo inasible, al sentimiento de los contrastes violentos”.

Además de poeta, era un exquisito crítico de arte. “¿Quién osaría asignar al arte la estéril función de imitar a la naturaleza?”, escribía en 1863 en El pintor de la vida moderna. La cultura era el lugar donde mejor se apreciaba el cambio de época, la consolidación de las grandes ciudades —en esa época, la fisionomía de París se modificó notablemente y para siempre—, las fábricas, el progreso tecnológico, las costumbres, la vida. Del otro lado del globo, Edgar Allan Poe —Baudelaire lo tradujo; es quien lo introduce en Francia— escribió en 1840 El hombre de la multitud, un cuento que pone en evidencia la novedad de moverse en una ciudad atestada de gente desconocida. En sintonía con esa idea, en El pintor de la vida moderna sostiene que “el espectador es un príncipe que vaya donde vaya se regocija en su anonimato”. Le entusiasmaba la cuestión de volverse invisible, y hablaba de flâneur: el paseante que vaga sin rumbo por las calles observando todo.

En 1964 sale El spleen de París y en 1969 lo amplía y lo coinvierte en Pequeños poemas en prosa. De esa época es también Los paraísos artificiales. Sus poemas y textos críticos son hoy leídos con mucha atención, pero en ese entonces no lograban el impacto deseado. Intenta hacer de su saber de arte un trabajo, pero no logra sostenerlo en el tiempo. Da conferencias sobre Eugène Delacroix y Théophile Gautier —a él le dedica, con gran entusiasmo, Las flores del mal — pero asiste poca gente. Entonces, justo a tiempo, llegan los problemas: la sífilis, con la que lidiaba desde hacía años, le causa en 1865 los primeros sustos, luego aparecen los problemas de dicción, una hemiplejía devastadora, y unos agudos dolores que lo depositan en una clínica, en París, con su madre al lado sosteniéndole la mano. Tras unos meses de internación, sin habla, casi inmóvil, pero con lucidez, el gran poeta francés, “el Dante de una época decadente”, como dijo Barbey d’Aurevilly, muere.

Dos días después, el lunes 2 de septiembre de 1867, su entierro. “Acabamos de salir del cementerio de Montparnasse, donde algunos amigos y admiradores hemos acompañado a Charles Baudelaire hasta su última morada, quien sucumbió anteayer a la horrible parálisis que lo atenazaba desde hace poco más de dos años. Esta muerte, que no ha sorprendido a nadie, impresionó dolorosamente en todos aquellos que conservan todavía el amor por la alta literatura y la gran poesía”, escribió Paul Verlaine. “La maravillosa pureza de su estilo, su verso brillante, sólido y alado, su potente y sutil imaginación y, por encima de todo, la sensibilidad siempre exquisita, profunda a veces y en ocasiones cruel que revelan sus obras menores, aseguran a Charles Baudelaire un lugar entre las glorias literarias más puras de este tiempo”, continúa. Tiempo después, Marcel Proust, Walter Benjamin y T.S. Eliot le dedican valiosas páginas. También fue retratado por pintores como Gustave Courbet y Émile Deroy.

Pero, ¿qué es Baudelaire hoy? ¿El fantasma de una genialidad perdida? ¿Sigue intacta su potencia o es el pasado del tiempo, las miles de vueltas alrededor del sol, el achatamiento de los discursos artísticos lo que han desintegrado su obra hasta convertirla en un compendio de frases y flyers? Hoy, a 200 años de su nacimiento, escasean los homenajes. En Francia, su país, debido a la pandemia, el bicentenario pasa casi desapercibido; ni qué hablar del mundo entero. ¿Qué puede decirle el manojo de poemas al calor del delirio a esta temeraria incertidumbre permanente que vive nuestro mundo? Quizás la respuesta esté, una vez más, como siempre lo estuvo, en los versos de un poeta en llamas.

Luciano Sáliche para Infobae.

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