Pero la realidad es que la falta de inversión en infraestructura —ya sea en transporte, energía, o servicios básicos— termina siendo un obstáculo insalvable para el crecimiento de las provincias y los municipios. Datos del banco mundial indican que cada dólar invertido en infraestructura puede generar hasta 4 dólares en crecimiento económico a largo plazo. Por ejemplo, en países donde las mejoras en rutas, puertos y energía se realizaron de manera significativa, las economías locales vieron aumentos en productividad y creación de empleos.
Administrar lo que hay es prioridad, invertir en infraestructura es secundario
¿Por qué, a menudo, los gobiernos parecen optar por la superficialidad en temas clave como la infraestructura, en lugar de enfrentar los desafíos de manera concreta? Esta es una pregunta importante, que tiene múltiples respuestas. En muchos casos, las administraciones prefieren centrar su discurso en propuestas fáciles de presentar o en soluciones que no requieren un compromiso real y sostenido.
El problema, sin embargo, radica en que estas inversiones requieren planificación a largo plazo, recursos económicos y, sobre todo, voluntad política para priorizar el bienestar de las comunidades antes que las campañas electorales o los intereses inmediatos. La superficialidad en los discursos públicos también se debe a la falta de mecanismos efectivos para monitorear y exigir resultados concretos.
Es fundamental que, en lugar de soluciones superficiales, los gobiernos inviertan en proyectos que permitan un crecimiento sostenible y generador de empleo. Solo así las provincias y municipios podrán aprovechar su potencial y convertirse en motores de desarrollo. La pregunta, entonces, es: ¿la sociedad está realmente dispuesta a exigir esa voluntad real y ese compromiso para las próximas decisiones políticas?
¿Qué pasa por la cabeza de la dirigencia actual que, en muchas ocasiones, parece no entender que gobernar no es simplemente pagar sueldos, dar migajas o gestionar lo urgente, sino construir un verdadero camino hacia el desarrollo? es una realidad que muchas decisiones políticas se enfocan en la satisfacción de demandas inmediatas, en aparentar presencia o en mantener el poder, en lugar de pensar en proyectos de largo plazo que impulsen a las comunidades.
Gobernar, en realidad, es ser un facilitador del crecimiento social y económico, invertir en infraestructura, en educación, en salud y en proyectos que generen empleo y oportunidades reales no en ser parte de los problemas. Pero eso requiere visión, coraje y sobre todo, entender que el bienestar de la gente no se mide solo en números de votos, sino en progreso tangible.
Lamentablemente, muchas veces la dirigencia confunde gestión con simple administración. Paga sueldos, atiende quejas (cuando quiere), hace anuncios, pero no construye las bases para un desarrollo sostenido. Lo cierto es que el verdadero liderazgo implica analizar el largo plazo, entender que la inversión en infraestructura y en capital humano es la que genera cambios profundos y duraderos.
Es hora de que los gobernantes comprendan que gobernar no es solo administrar recursos momentáneos, sino diseñar y ejecutar políticas que transformen vidas y territorios. La gente merece algo más que promesas vacías; necesita liderazgos que entiendan que el crecimiento real requiere compromiso, visión y un profundo sentido de responsabilidad con el futuro.
Estamos en pleno siglo XXI, una era marcada por avances tecnológicos, conocimientos globales y una enorme capacidad de innovación. Sin embargo, resulta sorprendente —y preocupante— que todavía exista una dirigencia que se limite a administrar recursos momentáneos, sin una visión de futuro, y en muchos casos, de manera ineficiente.
¿Pero por qué sucede esto? La respuesta tiene varias razones. En primer lugar, la falta de liderazgo con visión estratégica y la ausencia de una cultura de planificación a largo plazo. Muchas gestiones están más enfocadas en solucionar lo urgente y en mantener la supervivencia política, que en construir un proyecto de desarrollo real. Esto provoca que las decisiones sean cortoplacistas y que los recursos, en lugar de potenciar el crecimiento, se gasten en acciones inmediatas y, en ocasiones, mal planificadas.
En segundo lugar, la corrupción, la falta de transparencia y la poca capacidad de gestión profesional agravan este problema. El dinero público, en vez de ser invertido eficientemente en proyectos que generen impacto, termina malgastándose o desviándose. La ineficiencia en la administración limita la posibilidad de invertir en infraestructura, tecnología y educación, que son esenciales para el avance en esta era.
Y, además, existe una cultura de dependencia que mantiene a algunos gobernantes en un modo de “administrar lo que hay”, sin atreverse a innovar o a pensar en proyectos de transformación estructural. Esto, en un mundo donde la competitividad y la innovación son claves, resulta en un atraso que se vuelve peligrosamente evidente.
Es momento de que la dirigencia entienda que el liderazgo responsable en el siglo XXI requiere visión, capacidad de gestión, honestidad y una clara orientación hacia el desarrollo sostenible. Si no, estaremos condenados a seguir viendo gobiernos que solo administran recursos en lugar de construir futuros sólidos y prometedores para nuestras comunidades.