Fin de Infancia
Me dice que se acuerda de una noche de la infancia. Una noche en que vino como siempre al lado de mi cama y yo le dije que no, que ya no. Que era grande. Dice que esa vez, él por primera vez se pensó grande y se durmió solo. No tiene idea del desgarro que fue para mí negarle un lugar a mi costado. Abrazarlo y olvidar que ese cuerpo ya no cabía en mi abrazo de sábanas celestes. Verle la espalda dada vuelta, marchándose despacio, con ese gesto chiquito en la boca, esa mueca imperceptible que aún hoy me indica que se muerde el llanto. Saberlo en su cuarto con los ojos abiertos en la oscuridad, sabiendo que ya no. Que la madre de la infancia había dejado de existir.A mí también se me moría el cachorro que acuné más de la cuenta, mi osito, mi hijo menor. Y me imagino ese invierno en que las frazadas no abrigaban, un lugar que empezaba a quedar a la intemperie. La quemazón de la madre que se prohíbe a sí misma la tibieza de un cuerpo que se hace grande. El reconocer los gestos que nunca más. La herida inmensa de inscribir a un niño en la cultura y permitirle escapar al agobio materno. La puerta que se abre para no entrampar a un hijo en la eterna niñez en la que quedan algunos hombres. La noche que cada uno en su cuarto, los ojos abiertos en la penumbra, nos despedíamos para siempre del refugio que fue el cuerpo del otro cuando el viento arreciaba contra las ventanas que daban a la calle.
