Entre tantos retrocesos, uno se destaca de manera alarmante: el crecimiento desmedido de un Estado gigante, improductivo y derrochador, que ejerce un abuso de autoridad que afecta todos los ámbitos de la sociedad.
Los males del Estado
Hace 40 años, Argentina celebraba el retorno a la democracia con un sueño colectivo: escribir nuestra propia historia con esperanza, vivir en libertad y progresar. Sin embargo, cuatro décadas después, nos encontramos con un amargo sabor de retroceso en múltiples aspectos de nuestras vidas.
No podemos atribuir esta situación a un solo partido político, ya que abarca a todas las administraciones que hemos tenido y seguimos teniendo. El Estado se entromete en asuntos que deberían ser responsabilidad de cada provincia, descuidando sus propias funciones esenciales como el resguardo de la soberanía, la promoción del comercio exterior, la defensa de nuestros recursos naturales, y la apertura al mundo para recuperar la grandeza que alguna vez nos caracterizó.
En los albores de la década de 1970, la estructura del Estado nacional asignaba un porcentaje razonable del presupuesto total a las provincias, lo que promovía un desarrollo más equitativo en todo el país. Cada provincia tenía un protagonismo digno y un compromiso federal palpable. Sin embargo, con el tiempo, se ha producido una centralización de recursos, un ajuste en las arcas provinciales y un expansionismo unitario que ha desequilibrado enormemente la distribución de poder entre la nación y las provincias, generando la desigualdad que observamos en la actualidad.
La desigualdad de poder se manifiesta de diversas maneras, y una de las más evidentes es en el uso discrecional de fondos por parte del gobierno nacional, que canaliza partidas directamente hacia ciertos municipios, pasando por alto a los gobernadores y mostrando un claro favoritismo político por encima de un reparto equitativo de recursos. Este fenómeno se observa tanto en épocas "normales" como en tiempos de exacerbado fanatismo político.
El clientelismo político y la proliferación de planes sociales desmesurados, incluso con la participación de agrupaciones como el Evita, el Polo Obrero y Barrios de Pie, parecen tener el objetivo de desestabilizar emocionalmente a la sociedad trabajadora, provocando constantes piquetes y marchas que antes se limitaban a Buenos Aires, pero que ahora se extienden a provincias como Mendoza y Jujuy.
El flujo de dinero del Estado nacional a municipios cuestionables, como el caso de Quilmes en la provincia de Buenos Aires, se repite a lo largo y ancho del país, despojando a los Estados Provinciales de recursos que les corresponden y que podrían destinarse a necesidades urgentes como la construcción y mantenimiento de rutas.
Mientras nuestras infraestructuras se deterioran o simplemente no se construyen, el dinero fluye hacia Buenos Aires para mantener un sistema de apoyo político basado en planes sociales indebidos, jubilaciones fraudulentas, subsidios indiscriminados y publicidad oficial que alimenta un periodismo supuestamente independiente pero que en realidad forma parte de un sistema centralizado que controla el país de manera perversa.
No podemos atribuir toda la responsabilidad a aquellos que abusan del poder; los provincianos también tenemos nuestra cuota de culpa por no reclamar lo que legítimamente nos corresponde. Entre esos derechos se encuentran los fondos que el gobierno nacional despilfarra continuamente en gastos políticos y campañas interminables, en lugar de destinarlos a temas cruciales como la seguridad, la salud y las inversiones necesarias para el desarrollo de provincias responsables.
En la búsqueda de comprender esta dinámica, se han propuesto diversas teorías. Algunos la denominan como "matriz estado-céntrica", señalando que la centralidad del Estado en Argentina es una característica arraigada en su historia. Otros argumentan que esta centralización se debe a un supuesto inmaduro del pueblo argentino, que tiende a delegar sus responsabilidades en el Estado. El politólogo Sergio Berensztein, por su parte, apunta a la historia del país, sugiriendo que Argentina se construyó de arriba hacia abajo, con el Estado formando la sociedad, a diferencia de otros países como Italia, donde el Estado surge después de una larga experiencia histórica.
Durante años, los debates en Argentina han girado en torno al papel del Estado y su relación con los diferentes sectores de poder, los ciudadanos, las demás instituciones, el pasado y el futuro. La discusión se centra en lo que el Estado hace o deja de hacer, siendo esta la variable principal. El país ha experimentado una especie de culto al Estado, donde los argentinos tienden a depositar todas sus expectativas en él. Si las cosas van bien, se elogia al Estado; si no, el debate se llena de reproches, culpando a aquellos que ostentan el poder estatal.
Los paros y protestas suelen dirigirse contra el Estado, muchas veces confundiéndolo con el gobierno de turno. Los reclamos empresariales o sindicales también apuntan al Estado como el principal responsable. Incluso las provincias, pilares de un sistema federal, optan por culpar al Estado Nacional en lugar de asumir su propia responsabilidad. Esta tendencia evidencia una profunda arraigada cultura de dependencia estatal en la sociedad argentina.
La consecuencia de esta situación es la existencia de lo que se podría llamar un "Estado implícito", que está lejos de ser uno "presente". Los "Estados implícitos" suelen caracterizarse por ser grandes, pesados y costosos. Según Sebastián Galiani, doctor en Economía, el gasto público en Argentina alcanzaba el 42,2% del Producto Bruto Interno (PBI) en 2015, un aumento significativo desde el 25,6% registrado antes de la crisis de 2001-2002. Este aumento representa casi 17 puntos adicionales del producto, equiparable a agregar otro Estado a la ya debilitada economía argentina.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Sergio Berensztein ofrece una hipótesis histórica. Después de la Revolución de Mayo, Argentina experimentó un período de anarquía, con las provincias fragmentadas. La Argentina moderna, hacia 1880, se forjó a partir de la reunificación de las provincias, la organización nacional y la consolidación territorial. Una alianza política promovió la inmigración, los ferrocarriles, la educación pública y el servicio militar obligatorio, sentando las bases de la identidad nacional. En este proceso, el Estado siempre desempeñó un papel vital.
Berensztein identifica otro rasgo histórico importante a partir de 1930, cuando Argentina inició un proceso de sustitución de importaciones. Esta política pública provocó grandes migraciones del campo a la ciudad, generando grandes centros urbanos, sobre todo en Buenos Aires, Rosario y Córdoba, que dependían en gran medida de intervenciones estatales para subsistir. Fue el Estado, no el mercado, el que propició este modelo, que aún perdura con algunos ajustes. Las aperturas al mercado siempre fueron parciales y temporales, y la redistribución de rentas del campo a los centros urbanos industriales explica en gran medida la conformación de la Argentina contemporánea.
En el siglo XX, la Argentina del Estado implícito comenzaba a consolidarse. A finales de los años 90, Marcelo Cavarozzi, profesor de la Universidad de San Martín y doctor en Ciencia Política por la Universidad de California (Berkeley), junto a Juan Manuel Abal Medina, escribieron un breve ensayo titulado "Del problema del Estado al problema del gobierno". En dicho documento, señalan que en América Latina, desde los años 30 hasta los 60, se consolidó en su forma más clásica la matriz estado-céntrica, donde el Estado adquiere una centralidad incluso mayor que en sus contrapartes europeas.
En última instancia, resulta mucho más sencillo endosar las consecuencias de las malas decisiones y los infortunios al resto de la sociedad que enfrentarse a otro actor privado. Este ente de identidad difusa, con una capacidad de autodefensa notablemente inferior, termina siendo el receptor de los residuos de las decisiones políticas erróneas, cargando así el costo de estas acciones sobre toda la sociedad.