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El escándalo como espectáculo

Escándalo, hipocresía y retroceso. Estos términos no son nuevos; han acompañado a la humanidad a lo largo de la modernidad, siempre presentes en los momentos de crisis y en los vaivenes de la historia política. A ellos se suma el cálculo político, una herramienta tan antigua como la política misma, empleada para manipular, ocultar y, a menudo, perpetuar el poder.

Escándalo, hipocresía y retroceso. Estos términos no son nuevos; han acompañado a la humanidad a lo largo de la modernidad, siempre presentes en los momentos de crisis y en los vaivenes de la historia política. A ellos se suma el cálculo político, una herramienta tan antigua como la política misma, empleada para manipular, ocultar y, a menudo, perpetuar el poder. Sin embargo, para entender plenamente el impacto devastador de un reciente escándalo que sacudió las estructuras de poder, es necesario considerar tres factores adicionales que son inseparables del contexto contemporáneo: el espectáculo, la tecnología y el cálculo estratégico.

El espectáculo, tal como lo definió Guy Debord en su emblemático ensayo La sociedad del espectáculo, ha pasado de ser una mera forma de entretenimiento a convertirse en el eje central de la vida pública. Todo, desde la política hasta los aspectos más íntimos de la vida cotidiana, se ha transformado en una representación, en un espectáculo mediático que busca capturar la atención y manipular las percepciones. El escándalo, entonces, ya no es solo un evento aislado, sino parte de una maquinaria espectacular que amplifica, distorsiona y repite hasta convertirlo en un fenómeno global.

A este cambio se suma la revolución tecnológica, que no solo ha alterado la forma en que nos comunicamos, sino que ha reconfigurado la manera en que interactuamos con la realidad misma. Estamos ahora copados por la inteligencia artificial (IA), que aparentemente dislocará otra vez la sociedad y la economía, como lo hicieron antes otras novedades tecnológicas. Lo cierto es que, desde la primera computadora de escritorio, las costumbres mutan cada vez más rápido. Los celulares han evolucionado de simples teléfonos sin cable a herramientas indispensables para administrar la vida cotidiana y sumergirse adictivamente en el mundo de los mensajes y las redes. Los algoritmos, como ya es común decir, rigen buena parte de nuestra existencia. Los sociólogos afirman que el capitalismo se ha vuelto ligero e insustancial, mientras que uno de los atributos distintivos de la nueva cultura es el derrumbe de las fronteras entre lo público y lo privado.

En este nuevo contexto, las subjetividades se construyen a través de la exhibición de los pormenores de la vida, del cuerpo, de los sentimientos y de los vínculos personales. Asistimos a un abandono masivo del anonimato para construir nuevos yoes espectacularizados, cuya meta es alcanzar identidad y notoriedad mediante la exposición. Las herramientas tecnológicas lo posibilitan: las selfies exhiben nuestro cuerpo en la posición que queramos, con la vestimenta o la desnudez que nos plazca, con el ánimo de gustar, facturar o denunciar. Apenas con un clic podemos filmar una escena cotidiana o grabar una conversación, convirtiendo lo privado en público. Es como si los baños ahora tuvieran puertas de cristal.

¿Creen los presidentes, siempre acechados por sus enemigos, que eludirán el escrutinio de la tecnología cuando pierdan el poder? ¿A la hora de transgredir la ley, comprenden a lo que se exponen? Legiones de escrachados delinquiendo son una nueva especie en la sociedad del espectáculo que ha abolido la intimidad. A este colectivo de infelices se sumó un expresidente, descubierto presuntamente pegándole a su mujer en la residencia oficial. Impacta el derrumbe de los muros: una escena tan privada quedó expuesta en una esfera tan pública. Bastaron cuatro selfies y algunos chats. La digitalización, antes que la corrupción, terminó de sepultar a Fernández. Sus predecesores pecaron tanto o más que él, cuando todavía existía la privacidad.

Para redondear el escarnio, este personaje incurrió en un comportamiento que el sentido común repudia, una vez que al actor se le cae la máscara: la hipocresía, el fingimiento de las verdaderas conductas e intenciones. Hasta el infinito se reproduce el video donde el entonces presidente se pone a la cabeza de la lucha contra la violencia de género, mientras, es la sospecha, molía a golpes a su esposa. La gente está acostumbrada a la doblez de los políticos, pero esta tiene un componente que resulta mortífero para el que la emplea: lo muestra en la intimidad pasándose por alto los valores que defendía en el espacio público. No se trata de un ladrón más de “guante blanco”, como podría encuadrarse su opaca conducta en la estafa de los seguros. Es un individuo convencido, con la estúpida seguridad del antiguo monarca, de que las paredes del palacio lo protegerán de las faltas que contradicen su relato.

Concluiremos analizando el cálculo que hicieron los adversarios y los ex socios del caído en desgracia, y el retroceso de las conquistas sociales que probablemente ocurra a partir de su vileza. Empecemos por las cuentas del oficialismo: percibe el escándalo como pura ganancia, una oportunidad más de reforzar una de las creencias fundamentales que lo sostiene: la existencia de una casta perversa que somete a la sociedad. Ellos son “los hipócritas progresistas” que aumentaron el gasto público con ministerios innecesarios; nosotros, los que siempre decimos la verdad. La solución –tuitea el Presidente– no son los organismos públicos ni los cursos de género “y definitivamente tampoco es adjudicarles a todos los hombres una responsabilidad solo por el hecho de ser hombres”.

Este es el guion de la ultraderecha más radical: un cóctel de fiscalismo y machismo para desacreditar las políticas de género. A Milei no le interesa condenar a Fernández; su intención, como la de Trump y Bolsonaro, es retroceder a una cultura donde los varones conserven el rol dominante y recuperen la discrecionalidad de la que disponían en el pasado. Aunque algunas pocas mujeres usarán el pañuelo verde para beneficio personal, para la amplia mayoría ese símbolo representa la esperanza de que los maltratadores no quedarán impunes. Aun con sus errores y oportunismos, la reivindicación progresista es clara: nunca más a lo que ofende la dignidad de las personas.

Resta el cálculo, también frío y estratégico, del kirchnerismo. La orden fue tajante: soltarle la mano a Fernández, hacerlo responsable no solo de la golpiza, sino, sobre todo, del estrepitoso fracaso de su gobierno, del cual la expresidenta, además de ser su arquitecta, fue protagonista central. Malena, en representación del exministro de Economía, también le retiró su apoyo. Extrañas coincidencias unen a Milei, Cristina y Massa en un fusilamiento sumario y expiatorio. No hay dudas sobre lo aberrante de las acciones de Fernández, pero sí sobre las razones y el momento preciso en que este escándalo, ya fuera de control, salió a la luz.

En este contexto, es crucial considerar el impacto de la pérdida de valores en la esfera pública y política. La crisis de valores no solo debilita la confianza en las instituciones, sino que también fomenta un entorno donde el escándalo y la espectacularización de la política se convierten en el principal motor de la agenda pública. La erosión de los principios éticos y morales ha llevado a una cultura a la deriva, donde los valores que alguna vez sustentaron la vida pública están siendo reemplazados por un ciclo interminable de exposiciones mediáticas y disputas públicas que alimentan la desesperanza y la desilusión.

Esta pérdida de valores se refleja también en la crisis de la educación, un pilar fundamental para la construcción de una sociedad equitativa y consciente. La educación, que debería ser el baluarte de la formación ética y cívica, se encuentra en un estado de declive. La falta de inversión y la constante crisis económica han deteriorado la calidad educativa, lo que contribuye a la formación de ciudadanos menos críticos y menos preparados para enfrentar y exigir un sistema político y social justo. La degradación de la educación alimenta un ciclo vicioso donde la falta de valores y de conocimiento perpetúa el deterioro de la esfera pública, haciendo que la lucha por recuperar principios éticos se vuelva cada vez más compleja.

Así, la crisis en la educación y la pérdida de valores están intrínsecamente conectadas, cada una exacerbando a la otra en un ciclo pernicioso que afecta profundamente a la sociedad. La falta de una educación robusta y ética contribuye a la perpetuación de una cultura política corrupta y desvirtuada, donde el espectáculo y el escándalo se convierten en la norma, y los principios fundamentales se sacrifican en el altar de la notoriedad y el poder.

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